lunes, octubre 30, 2006

El perro de Goya

El sábado asistimos resignados a la agonía del perro de Goya. Esa cabeza suplicante que emerge en un plano inclinado en medio de la oscura nada y en la que algunos teóricos del arte han creído ver el inicio de la modernidad pictórica.
Salimos temprano de La Isla. Tomamos en dirección oeste la senda costera que arranca justo en la misma playa. Estaban los prados empapados de rocío, los tojos salpicados de salitre, le daba contraste al verde el azafrán silvestre, el sol iba ganando lentamente altura y fuerza, iluminando las laderas orientales del Sueve, y la mar había amanecido en calma. Era una hermosa mañana de octubre que nos dejaba ver, desde el acantilado que íbamos bordeando, el abigarrado escalonamiento de las casas de Lastres hacia su puerto y la bruma, que como una amenaza aún remota, comenzaba a diluir el horizonte.
A la mitad del camino pasamos por Huerres, que es un pueblo de hórreos antiguos y pomares de sidra. Luego subimos a San Juan de Duz, que tiene una enorme iglesia de principios del XX en la base de cuyo campanario se arrodillan dos ángeles custodios que han perdido sus cabezas. Desde Duz se desciende a través de un sendero empedrado y umbrío sobre el que los castaños van arrojando su fruto. A su término aparece la ría de Colunga, empantanada en un meandro final entre las arenas de la playa de La Griega.
Mientras los niños corrían ya descalzos de un lado para otro, nos tumbamos a leer bajo el sol.
Fue ya después de comer cuando se nos acercó renqueante un viejo perro que arrastraba trabajosamente sus patas traseras y husmeaba sin apenas fuerzas la arena con un cansino movimiento de cabeza. Parecía un cazador abandonado por su olfato, un viejo rastreador que sólo distinguiera ya el propio olor de sus llagas. Así anduvo durante un buen rato observado con recelo y curiosidad por quienes disfrutaban de la playa, con lástima infinita por mi hijo, que había dejado de jugar y me preguntaba qué podíamos hacer por el pobre chucho.
Entretanto, la niebla había ido acercándose rápida, cayendo espesa sobre la bajamar y como un humo ralo y acuoso sobre nosotros.
El perro se fue caminando con un esfuerzo doloroso hacia la orilla. Por el camino quedó atrapado en un charco del que no parecía capaz de escapar. Hasta allí fuimos con alimento y agua para prestarle ayuda. Pero siguió empozado, sin prestar atención siquiera a nuestra presencia, empeñado en hundirse en aquel rastro de un océano que venía tenazmente a su encuentro.
Lo último que vi cuando nos íbamos fue un lunar oscuro y aún palpitante al que la niebla y el mar iban envolviendo. Miento, lo último que vi en realidad antes de dejar la playa fueron las lágrimas desconsoladas de mi hijo. Lloraba, sin saberlo, por una vieja pintura de Goya.

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