miércoles, octubre 11, 2006

Noche

Rescato para esta bitácora un comentario que publiqué hace unos meses sobre el último libro de Francisco Velasco, Noche.
He comprado hace unos días en Paradiso el último poemario de Paco Velasco. Se titula Noche, lo edita Hiperión y ha obtenido el IX Premio de Poesía Antonio Machado de Baeza.

Siempre le guardaré gratitud a Paco. Explicaré por qué. Corría el año 1978. Cursaba yo entonces segundo de bachiller en el Instituto Jovellanos. Junto con Fernando Loredo, Francisco Morán, Gilberto González y Francisco Javier de la Fuente Galván –qué habrá sido de ellos-, publicamos un revista literaria mural. Se llamaba Fluído. Era, dios mío, surrealista. Y teníamos tanta ilusión puesta en aquellas seis u ocho hojas de nuestro primer número, que cuando las colgamos de los tablones del instituto corrimos a escondernos bajo el pasamanos de la escalera, aguardando al primer lector que se acercase a nuestros escritos. Desfilaron compañeros y profesores que no se detuvieron, que miraron de refilón y sin interés la revista. El primero que se paró fue Paco Velasco, que enseñaba literatura y era nuevo en el centro, creo recordar, aquel curso. No sólo se aproximó al tablón a ojear la revista; la leyó de cabo a rabo inclinando su osamenta quijotesca hasta poner a la altura de su curiosidad aquellos textos adolescentes. Qué felices nos hizo.

Noche es un libro hermoso, muy hermoso. Se lee con placer y da gusto detenerse en muchos de sus versos, decirlos de nuevo. Evoca sensaciones, recuerdos. Cuando lo leía, al llegar a la Albada de la página 41 -que dice así:

Hogacita caliente
que se enfría en el alba.
A trabajo del hombre
huele ya la mañana
.-,

me acordé de una vieja copla asturiana, que según oí hace tiempo, no recuerdo dónde, a veces canta Ángel González a sus amigos:

Mi madre como era probe
nun tenía pan que me dare.
Fartucábame de besos
luego chábase a llorare
.

En las dedicatorias del libro (pág. 61), Paco Velasco ofrece los poemas con pan y trigo a su madre, que, dice, hacía las mejores hogazas del mundo. Amor maternal que nos sustenta con labios o con pan, alimento de besos en el hambre, de hogazas en la escasez. Pero siempre refugio seguro al calor del hogar de la infancia. Bellísimos versos en ambos casos.

Y son varios los poemas, además de Albada, que evocan en Noche ese recuerdo del pan. Se dice en Luces caídas (pág. 14):

Brizna a brizna las llevan
para el grano y la harina
y la hogaza de luz
que alimenta tu cuerpo.

Y aparece en Mano de nuevo la madre, posando sobre los ojos del hijo su caricia caliente como el pan que hace a la mañana, protegiéndole los sueños al acostarse (pág. 54):

Y tú, mano, que vienes
para cerrar los ojos,
¿en qué pan te posaste?
¿En la harina de cuál de las artesas
te hundías con el alba?
¿En qué trilla?
¿En qué hoz
para segar el trigo?
¿En qué cesta de granos
para sembrar la tierra?
Maternal mano dulce.

Antes, en Éxodo (pág. 28), el peregrino que vaga por una tierra de olvido y fría en noviembre, cargando en el corazón con las ausencias, al hombro con la tristeza, en medio de la bruma y del silencio, va perdiendo en ese camino de renuncias lo más preciado: los panes (¿serán los mismos que eran dicha de la infancia, aroma del hogar, lumbre tibia en el invierno?):

Llevas el saco a rastras,
y perdiendo los panes uno a uno
y en el hombro colgada la tristeza...

Cae la tarde y se entona la Balada de los amantes justo antes de que llegue la noche, que no es más que una paloma triste, un espacio sombrío y el tiempo de un vuelo por donde transitan los poemas de Rubiana, de Abril y otros meses, de Las palabras del tiempo, de Cantares, de Posesión del Cuerpo y, finalmente, los versos que cierran el libro trayendo “la limpia luz del alba”.

La noche es sombra “y la luz que no estaba” (pág. 13), luces caídas por cuyos restos avanzan las hormigas (pág. 14) y ceniza por donde vuela un pájaro viejo: la negra luna nueva (pag. 15), la misma a la que el autor le escribe los bellos haikus de Siete tiempos de mirar la luna (pág. 39)–versos que al final del poemario se dedican a Fernando Menéndez, ese poeta artesano que tan bien moldea las diecisiete sílabas: Ahora mismo / Viajo solo y contento / A la vejez-.

La luna en su redonda y mágica sencillez se acomoda bien a la contención del haiku; sin embargo, tanto en el lubricán o rubiana, esa hora última del día en que arde el horizonte, como en ese otro instante cuando en los rastrojos la luz ya tiñe el manto del rocío, se agolpan demasiados sentimientos para una estrofa corta (se teme la sombría incertidumbre de la noche, su avance irrefrenable, la nada de su cielo desierto; se procura la hoguera del cuerpo que nos cobija contra el miedo a la muerte y, finalmente, se festeja el regreso de la luz al alba), por ello se recurre a poemas más largos, pero a la vez contenidos, a los sonetos (págs. 17 y 56).

Ya era la noche para Paco Velasco, en aquel libro que tituló Del viejísimo jugo de la tierra, una bella pero terrible aliteración: “el espeso espanto del insomnio”. Porque los poemas que vamos escribiendo, por muy diferentes que se nos antojen, guardan siempre el rastro de lo que nunca dejamos de ser, de lo que nunca dejamos de amar, de lo que por oscuras razones que nunca comprenderemos del todo siempre nos persigue con su presencia levemente familiar: los árboles a los que desearíamos abrazarnos antes de morir (como hizo el abuelo de Saramago al despedirse de su huerto cuando viajó enfermo a la ciudad sabiendo que no volvería nunca más), y que para Paco Velasco son alisos, pinos, tejos, almendros y álamos claros; los animales que trabajan la tierra silenciosamente como las lombrices, que la recorren entre los restos del día o enredadas en el pubis rubio de algunas muchachas, como las hormigas, que la estercolan, como los estorninos, que la sobrevuelan a la tarde, abubillas, y la cantan al alba, alondras, y la susurran, abejas, y la gritan, gaviotas, y la graznan, cuervos, y la pueblan a todas horas de sombras gráciles, palomas, ruiseñores y el “ave que incuba los huevos de la vida”; las piedras blancas por donde se precipita el cantar del agua clara, roderas lunares por donde llega el río, bellos cantos pulidos que se descubren tras apartar las algas (y esa presencia de mineral inmaculado nos recuerda de nuevo otros versos de hace años, los que decían: “Marca con piedra blanca esta mañana / si ves que a flor de ojos / la mirada más limpia de los niños / está mirando el mundo”); y el río que siempre nos lleva hasta dar con la mar y que quisiéramos remontar para seguir viviendo junto al “fresco manantial de la mañana”.

Por todo ello, a la noche de este libro hay que abrirle los ojos (ya nos mostró el poeta en La hiedra del silencio cómo se practican estas autopsias) y entrarle dentro, sin miedo a las “heladas perlas del muérdago” ni al “piélago del tiempo”, cavándolo con los dientes justo hasta encontrar “la limpia luz del alba”.

Publicado en Ágora (enero 2006)

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