domingo, mayo 27, 2007

El rigor de las arañas

Esa persistencia que mostraron una tras otra todas las arañas que se fueron descolgando de los cristales de la claraboya les otorgó un aura de animales metódicos, respetables. La primera que se precipitó sobre el mármol del salón quedó en evidencia por contraste: el suelo, pese a que el tiempo lo había amarfilado, seguía siendo blanco; sobre él, aquel bicho menudo era una mota móvil demasiado visible. Mi mujer me pidió que no la pisara. Que a la Naturaleza –así con mayúsculas sonó en su voz-, le había costado miles de años construir aquel prodigio. Nunca había visto como tal a una simple araña, pero hay veces que algo resulta tan evidente a los ojos de los otros que no podemos tenerlo por menos a los nuestros. La dejé que atravesara la diagonal de la estancia, que ascendiera el zócalo y se ocultara detrás del viejo mueble de nogal que contenía muchos de nuestros libros, la vajilla de recibir, las mantelerías, una cristalería de Bohemia, los álbumes con las fotos de todos nuestros viajes, muchos documentos, facturas y un buen surtido de licores. Durante los días siguientes, otras nuevas arañas siguieron planeando hasta la misma baldosa donde se había posado la primera. Dejamos también que hicieran senda según su voluntad, que no resultó ser otra que conducirse hasta los rincones oscuros e inaccesibles que estaban por detrás del mueble de nogal de nuestro salón. Llevaba allí más de veinte años. Nunca se había movido. El haz de sombra que proyectaba su dorso era un angosto misterio para todos, salvo para las arañas. Durante dos o tres meses estuvieron acomodándose allí detrás cientos de ellas. Como funambulistas, aprovechaban los haces de luz de la claraboya para acudir a la silenciosa llamada de sus congéneres. No le dimos importancia alguna a aquel tránsito que se nos volvió costumbre al cabo de los días. Sólo más tarde supimos de sus consecuencias. Uno tras otro, todos los miembros de nuestra familia fueron quedando atrapados por la inesperada y repentina pegajosidad del viejo mueble de nogal. Lo más chocante de aquella taxidermia en que nos volvimos fue nuestra desproporción respecto al resto de cachivaches que adornaban las baldas.

Xuan Serandinas (2)

Leo en EL CULTURAL una reseña de Francisco Díaz de Castro sobre el último libro de Joan Margarit, Casa de Misericordia. Según parece habla de la vejez, y lo hace, dice el crítico, “sin el sarcasmo de Gil de Biedma (“envejecer tiene su gracia”), sin concesiones a la sensiblería y desde una implacable lucidez”. Y se extraen algunos versos a modo de ejemplo: “Ser viejo es que la guerra ha terminado. / Es saber / dónde están los refugios, ahora inútiles”. Al leer estos apuntes, me viene al recuerdo un correo que hace un par de semanas me envío Xuan Serandinas. Ya traje aquí a este poeta amigo, aunque nada salvo su nombre y sus versos añadí sobre él. No dije, por ejemplo, que escribe en lo que se ha dado en llamar fala, el gallego en que hablan los asturianos de allende el río Navia. Que vive en la aldea que le da el apellido y que fue la de sus ancestros. Que allí se refugió hace años cuando la vida de la ciudad dejó de interesarle y convirtió una vieja posesión familiar en una casita de turismo rural. Que me manda sus poemas en ese habla de su gente y de su pueblo, un habla que me es a mí también familiar porque mis orígenes no están lejos de los suyos, pero que me pide que si doy a conocer esos versos en mi bitácora, lo haga en su traducción castellana, que no le gustaría granjearse lío alguno con quien defiende la pureza de un dialecto que el maneja con soltura pero, según confiesa, “de ougüido”. Y en este correo que me envía Xuan, incluye un poema que habla de la vejez y que, casualmente, lleva una referencia al verso de Biedma que queda citado más arriba. Se titula Final, lo encabeza con unas palabras de Coetzee y traído al castellano dice así:

Final

Envejecer no reviste ninguna elegancia.
Es mera cuestión de despejar la cubierta,
para que uno al menos pueda concentrarse
en hacer lo que han de hacer los viejos:
prepararse para morir.

J. M. Coetzee

De ningún modo creo
que se alcance gracia alguna en la vejez;
si acaso una cierta suerte de resignación plácida
cuando se achican a tiempo
las vías de agua abiertas
en los más oscuros pliegues de la piel.
Esa firme convicción negativa
me la alumbra el entusiasmo por la vida
que tengo y perderé
al ritmo deshojado de los años,
al paso entregado
con que amengua cualquier prisa
el final del todo. También el mío.

martes, mayo 22, 2007

Felicitas

Cuando sonó el teléfono, andábamos mirando mapas de Portugal. Un par de días antes había alquilado una casita cerca de Viana do Castelo para pasar una semana de vacaciones durante los primeros días del verano. Nos decidimos por un pueblecito colmado de viñedos y próximo al mar. Llamaba mi madre. Preguntaba si podría acercarla hasta la residencia de ancianos a ver a Felicitas. Quedamos para las cuatro y media. Hacía dos días que no paraba de llover. Era agua menuda, persistente, excéntrica. Como si se hubieran puesto en marcha por las alturas un montón de aspersores. Como si nadie supiera desconectarlos.

Aparqué junto al portón de acceso. Ayudé a mi madre a bajar del coche y me quedé a esperarla. Esta vez no quise entrar. Las últimas veces que la había acompañado en la visita, Felicitas me había confundido con mi padre. Llevé conmigo el periódico. Me puse a leer dentro el auto mientras esperaba. Seguía lloviendo.

Un cuarto de hora más tarde me sonó el móvil. Era mi madre desde el interior de la residencia. Me pedía que entrara. Felicitas quería verme Estaba sentada junto a la cristalera del jardín. Tenía envueltas las piernas por una manta gruesa. La besé. En la misma estancia había quizás diez o doce ancianos más. También algunos familiares de visita. Frente al televisor una vieja cantaba con voz clara y alta. Parecía un antiguo romance. Hablaba de una niña de cabellos largos. De una fuente de agua clara. De un galán que la cortejaba. Nadie le prestaba atención. Tan pronto se callaba un buen rato como volvía a retomar las estrofas de aquella historia de amores trágicos. Con Felicitas estaba también su hija mayor. Me quedé de pie. Estaba seguro de que tampoco esta vez me había reconocido. Dijo alegrarse de verme, pero no me llamó por el nombre. Ayudaba en casa cuando yo era un crío. Llegaba pronto. A primera hora de la mañana. Le echaba una mano a mi madre con la abuela, que se había quedado encamada por una embolia. Planchaba un rato y se iba luego a hacer algún recado. Nunca tuvo una vida fácil. Se vino del pueblo de niña. Asistió en mil casas. Se casó con un cantero. Parió seis o siete hijos y cuando iba nacer el que finalmente sería el último, su marido la abandonó. Se quejaba mucho de su suerte, pero siempre se mantuvo animosa en las labores. Ahora ya llevaba en la residencia un par de años. Había ido perdiendo vista y se había vuelto demasiado torpe para estar sola en casa.

Quería fijar la atención en lo que contaba Felicitas, pero me distraía la canción de su compañera de asilo. Más que la canción, la extraña situación de hallarse en una sala en la que todos los que la ocupaban eran capaces de seguir charlando, viendo la televisión o mirando la lluvia al otro lado de las ventanas sin ni tan siquiera prestarle atención al canto monocorde y algo desafiante de la anciana. Sólo yo desviaba la vista de vez en cuando hacia aquella música hipnótica. Terminaba tropezándome con la mirada fija de la vieja, como si supiera que sólo yo la escuchaba.

Noventa y cuatro años, dijo Felicitas. Tengo noventa y cuatro años. Y conservo la memoria. Mala vista, malas piernas, pero aún me acuerdo de las cosas. Fíjate Olga, le decía a su hija, aún te estoy viendo echar los primeros pasos. Fue un verano en que tu padre –mal descanso le de Dios- nos llevó a conocer el pueblo donde había nacido. Vivía su familia en una casa de buena piedra. Tenían animales y hacía un sol de justicia. Te echaste andar cerca el gallinero. Estabas cogida del alambre viendo a los pollos y de repente te soltaste y te pusiste a caminar. Al hilo del recuerdo, le pregunté a Felicitas de dónde era su marido. De cerca de Viana do Castelo. Por aquí siempre lo llamaron El Portugués.

Apenas si faltaban un par de semanas para las vacaciones. Teníamos alquilada una casa al norte de Portugal, en medio de viñedos, cerca de la playa y quién sabe si al lado del pueblo donde setenta años antes se echara a andar la hija de Felicitas. Quise conocer el nombre de la aldea, pero no le alcanzaba para tanto la memoria. Seguía lloviendo cuando nos fuimos.

lunes, mayo 21, 2007

Ciudad

Cuando se acercan estas fechas y se nos convoca a las urnas para elegir a nuestros representantes en los ayuntamientos, los candidatos se levantan de patas sobre las palestras blandiendo como promesas grandes y costosos proyectos constructivos, radicales transformaciones urbanas. Todo este muestrario de propósitos transfiguradores más que animarnos al voto, deberían sumirnos en la preocupación. La ciudad no ha de hacerse a golpe de ocurrencia, de megalomanías, a la ciudad debe ayudársela a crecer como a las plantas, con cuidados, riego suficiente, nutrientes adecuados, buena orientación y guías que la mantengan erguida sin desmayo. A las ciudades de tamaño habitable, como juzgo que aún es la mía, no deben hurgárseles permanentemente las entrañas, abrirlas en canal a todas horas, revolverles los terrones, levantarles singularidades arquitectónicas al menor descuido. Las ciudades necesitan de reposo y de atención hacia lo que tienen y han tenido largo tiempo, a los pequeños parques, a los minúsculos jardines, a las aceras, a las fachadas, a las farolas, a su música, a los olores que las vuelven únicas y a la gente que las pasea. A la ciudad en demasiadas ocasiones se le impone un espíritu depredador que la hace engullirse lo que tiene alrededor. Que le endurece la mirada. Que la vuelve agresiva, intratable. Que la mantiene alerta, como a la caza. A mi ciudad la quiero más dócil, mejor reposada. Para mi ciudad quiero cosas más sencillas. Que se conserve con cuidado exquisito su pasado: calles, casas, parques y gentes. Que se proyecte con tiento extremo su futuro: desde la austeridad y procurando que cuanto la crezca no se vuelva en contra ni de su identidad ni de su mayor bien, el de haber sido toda ella hasta no hace mucho, y aún por tramos desde que se nos ha expandido tanto, un lugar a la escala justa de quien aún quiera permitirse el lujo de la calma.
Y todo ello sin que se nos olvide que a la ciudad la hacen tanto quienes la diseñan y organizan desde los consistorios como quien la habita desde la dicha de hacerlo y el deseo de merecerla; pero también quien la ocupa, muy a pesar de lo que debería ser una convivencia responsable, esgrimiendo un perfil de aristas que la van arañando incluso más que el propio paso del tiempo. Será pues conveniente pedir sólo en este trance que quienes se ocupen desde la próxima semana de las cosas del municipio tengan a bien la práctica de la obra prudente y a conciencia -esto es, con buena hechura constructiva y moral-, la conservación de lo que se posee y el favor de quienes deberíamos hacer el resto, que no es sino procurar el esmero hacia lo que nos alberga.

viernes, mayo 18, 2007

Cabotaje

Ayer por la noche estuve navegando por la red –qué pretenciosa les resultará esta expresión a quienes de verdad navegan en mar abierto-. Lo hice durante un buen rato. De aquí para allá. Dando bandazos. Tantos que si además del piloto –ese nunca se marea-, alguien hubiera estado en cubierta, probablemente habría acabado echando un buen cebo biliar por la borda. Anda uno en esos periplos como de marino tangencial, tocando casi sin querer un montón de puertos, pero sin recalar de verdad en ninguno. Me da a mí que esta práctica es bastante corriente. Que hay por ahí mucho cabotaje. Que por eso los blogs recurren cada vez más al reclamo breve, al texto concentrado, al apunte a vuela pluma. Si la entrada ocupa más de lo que cabe en una pantalla provoca, por lo general, violentos virajes en el rumbo. La noche anterior, sin embargo, había estado leyendo. Sigo con la Historia de amor y oscuridad de Oz. Uno llega a esas y otras páginas como se llega a las playas vírgenes, con voluntad de permanencia, afirmando huella, haciéndose fuerte en la conquista, echando amarras. Son las diferencias entre el mundo entretenido de los grandes almacenes, por los que se anda paseando la vista y matando el tiempo, y de los que se sale, pese a los paquetes, mucho más vacío de lo que entró, y el recogido universo de la literatura, unas cuantas páginas, una bombilla de pocos vatios y las horas por delante. Y a pesar de tan poco, mientras dura la lectura, suele siempre crecerse por dentro. La navegación por las costas de la red, que tiene algo de recorrido por bulevares comerciales, se hace además, en demasiadas ocasiones, a lomos de planeadoras y con el dedo fácil en el gatillo del ratón. Con vértigo de velocidad. Sólo nos rescatan de vez en cuando de ese voraz zigzagueo algunas tabernas de muelle en las que hallamos un vago recuerdo del viejo Port Royal. Algunas bitácoras amigas.

Sugerencias

Una hermosa guía de viaje: la de Plasencia, su ciudad, por Álvaro Valverde.

Un buen cuento, El último, de Rosa Ribas.

Un muy interesante blog del que recién he sabido: El hilo invisible. Su autor, Sir John More.

Una entrevista, la de Maner Haro, en Anika entre libros, a Ricardo Menéndez Salmón.
Fin

miércoles, mayo 16, 2007

La pomarada

Aparecen todos y todas –como tan puntillosamente les gusta puntualizar siempre que se emplea el género- con una manzana en la mano. Bien lustrosa, colorada. La muestran a la altura del pecho y la acunan en el cuenco de la mano. Son los candidatos y candidatas de Izquierda Unida a los ayuntamientos y parlamento asturianos. Imagínense las instrucciones del retratista que así los/las inmortalizó: coja la manzana, acérquesela al corazón, ofrézcala generoso/a, como quien muestra modesta y alegremente su virtud, sonría. Uno y una, tras otro y otra, los candidatos/as de Izquierda Unida han ido pasándose la manzana como si de una antorcha olímpica se tratase. Se ha quedado el fruto tan pulido como el pomo de la puerta de un ministerio. Y así se ven en las vallas publicitarias: como madrastras de Blancanieves ofreciéndonos la manzana envenenada; como Evos y Evas dándonos a probar el pecado; como Párises que tuvieran en su mano el destino de Troya; pero mayormente como Newtons noqueados por un grave manzanazo.

lunes, mayo 14, 2007

Toró

En Toró el día estaba soleado y su arena blanca cegaba la vista. Buscamos acomodo entre las rocas, justo en la mitad de la pequeña concha que dibuja el arenal. Sobre él se elevan lo que bien pudieran ser picachos de alguna crestería de piedra enterrada. Igual que a veces sucede con las espadañas de las iglesias anegadas por los pantanos, tal parece que por debajo de esta playa se hubiera hundido una pequeña cordillera cuya cola terminara en las aguas. Empezaba a bajar la marea, que pese a lo recogido de la cala llegaba pujante. Desde la parte más oriental de Toró, un poco más allá de la espita por donde le entra el océano, se ve el espigón de Llanes y sus cubos desordenados y de dibujos infantiles. Como dados de gomaespuma en el suelo de una ludoteca, lo cubos de la memoria de Ibarrola amortiguan el embate de las olas, su caída. Alientan la memoria del estío en medio de la niebla y la risa del muelle en los días de luz. A pesar de que estaba fría la mar, los niños se bañaron largamente. Luego se rebozaron en la arena. Dan gusto estos primeros días de verano que van llegando. Nos quitan las telarañas de encima. Nos vuelven más ligeros.

jueves, mayo 10, 2007

Horarios

Las tardes en que ando por la oficina suele hacerme una visita la limpiadora cuando está acabando con su quehacer diario. Charla por los codos. Supongo que es consciente de ello, pero que no es capaz de ponerse freno una vez que arranca. Yo procuro acompañar sus monólogos con sonrisas y ocasionales concisos (que según alguien definió un día no son más que incisos breves). Y sigo al tiempo con la vista en la pantalla y los dedos en el teclado, oyéndola e incluso a veces hasta escuchándola. Ayer me hablaba de sus hijas. Dos. Que según dice a menudo con orgullo no disimulado “le han salido bien”. Cuando se hicieron jovencitas y empezaron a demorar su regreso por las noches, su padre no podía irse a la cama sin saberlas en casa. Así que se armaba de paciencia, y de un par de periódicos y la compañía de la radio, y las esperaba. Cuando regresaban no les reprochaba nada. Simplemente apagaba el transistor, plegaba la prensa y se iba a la cama. Y se ponía el pijama, porque hasta ese momento permanecía perfectamente vestido. Su marido, me dice la limpiadora, pensaba en si venían mal dadas y alguien les llamaba para comunicarles que a las niñas les había pasado algo. “Estoy seguro –confesó él en alguna ocasión- de que no sabría ni ponerme los pantalones”. Todo esto me lo cuenta ella mientras pasa una y otra vez la gamuza por el mismo trozo de mi mesa, mientras sigue embutida en su bata de faena, supongo que por si acaso, para que no digan y porque aún quedan unos minutos para que se complete su horario laboral.

martes, mayo 08, 2007

La vida vuelve


(Para Ismael Rozalén)

A principios de mayo el grillo sierra en lo verde el tallo de las mañanas; la lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches; la cigüeña pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres como una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el chaparral del monte bajo, el agua estancada se encoge miedosa cuando las urracas van a beberla. La vida vuelve.

Seguir de pobres, Ignacio Aldecoa.

lunes, mayo 07, 2007

Breve crónica del embrutecimiento

Han pasado casi tres semanas sin añadir nada nuevo a esta bitácora. Tiempo suficiente como para haber comprendido que durante los meses anteriores he ido alimentando una pequeña vida complementaria en ella. Una existencia paralela que hubo de suspenderse inesperadamente. Más de dos semanas ya sin poner en marcha el ordenador, sin abrir el correo electrónico, sin llevar nada a la Rayuela ni visitar los blogs amigos, sin deambular por esos caminos virtuales de afinidades que han ido alumbrando esa manera paralela y casi anónima de estar, de ser. Mientras tanto, al menos, mis diarios manuscritos han seguido creciendo, registrando como siempre lo menudo a través de renglones de cuadernos, de hojas sueltas, de apuntes en cualquier papel… Rescoldos de los fuegos que traen los días y que uno sopla para que el calor de los recuerdos no se enfríe. Me han parecido ciertamente estas jornadas de trabajo inusual demasiado largas. Siempre lo son cuando el efecto mariposa se agita a nuestro lado con la violencia de los tornados. Esta vez, el seísmo me pilló en un viejo palacio hasta hace nada desvencijado por el tiempo. Se ultimaba su rehabilitación. Y debía inaugurase en fecha prefijada. Los muchos especialistas acometían un montón de diversas cirugías. Empezaban a brillar las maderas nobles y el mármol de los suelos. Se remataba el estuco veneciano. Se ajustaban la forja y las celosías de las ventanas. Se fijaban mástiles y banderas. Se ocultaban huesos, músculos y nervios de los remozados muros. Se desembalaban muebles. Y todo parecía suspendido en el aire como si fuera tráfico espacial. Porque el caos tiene su propia coreografía. Confusa, irritante e interminable, pero propia. De ella participaban con desdén una turba de operarios que ayudaban a la levitación de los objetos. A ras de suelo, espectador hipnotizado, capataz imposible de cuanto ocurría, procuraba yo el orden, recordaba plazos y asistía con desánimo y fatiga al paso de las horas. Justo hasta la noche; entonces cerraba ese teatro de las pesadillas y volvía a casa tan desarmado, con las defensas tan arrumbadas, que me entregaba al televisor con la resignada voluntad de un yonqui. De todo ello, de estos trabajos sobrevenidos de improviso, me ha quedado la certeza de que la inercia adictiva de la acción merma progresivamente el pensamiento reflexivo, embrutece. De que si además genera cansancio físico, se resquebrajan incluso los diques de la vida sensible hasta que por sus grietas se alivia nuestro yo más canalla.