martes, agosto 26, 2008

Lautrec


Cordes sur Ciel es un pueblo medieval y amurallado. Un conjunto de calles estrechas y tortuosas. Data del siglo XIII. Las guías dicen que es uno de los rincones más bellos de Francia. Quizás. Nos gustó más el camino que nos llevó hasta allí. Esas carreteras sombreadas por enormes plátanos. Los campos de girasoles. La hierba seca recogida en grandes balas dispuestas con una equidistancia fotogénica. Los viñedos. Las granjas ocres dispersas. Los alcores por los que serpentea la carretera permitiendo panorámicas pictóricas. En Cordes dejamos el coche en la parte alta. Cerca del cogollito medieval. Así que pronto nos vimos envueltos en un ambiente de palacios, calles empedradas y tiendas de artesanos. Una postal. Comimos bajo las arcadas del viejo mercado medieval. Alargamos la sobremesa. Era agradable el lugar. La sombra y la brisa. El mirador sobre la campiña. Desde Cordes nos acercamos a Albi. La entrada de la ciudad cruza sobre el Tarn y muestra al otro lado del río un caserío de tonalidades rojas. La ciudad andaba animada. Se veían por las plazas grupos de espectadores en torno a diversas exhibiciones casi circenses. Se celebraba una concentración de grupos gimnásticos juveniles. Nos dirigimos al museo de Toulouse-Lautrec, en lo que fuera un antiguo palacio episcopal del siglo XIII. La consanguinidad de los padres del pintor fue origen de una enfermedad que afectó el desarrollo de los huesos del pintor. Las fracturas de los fémures le impidieron crecer. Medía metro y medio. Su enanismo era sólo de piernas. Cuentan que se le intentó curar mediante descargas eléctricas, lastrándolo con plomo. En su primer autorretrato se pinta sentado, ocultándo las piernas. Su bizarra fisonomia, molesta para la nobleza de la que provenía, pasó, sin embargo, desapercibida en la distorsión de la bohemia. Residió en Montmartre. Sentía fascinación por la noche y su ambiente. Frecuentaba el Salón de la Rue des Moulins, el Moulin de la Galette, el Moulin Rouge, Le chat noir, el Folies Bergère... Prostitutas, artistas y canallas. Pintaba a las meretrices mientras se cambiaban, al final de sus servicios o cuando aguardaban las inspecciones médicas. Se hicieron célebres sus carteles para promocionar los espectáculos de la noche. Murió alcoholizado en Albi, recogido por su madre. El museo guarda una gran parte de la obra. Pinturas que atraen por colorido y movimiento. Por su sensualidad. Quién no colgaría de sus paredes un cartel de Toulouse-Lautrec. Una buena reproducción incluso. A la salida se venden. Y bien. La calidez de una lubricidad casi amable, que no mancha, vivida en la distancia, captada asépticamente para el espectador desde la misma cloaca. Un poco como las fotos de los países del tercer mundo, con sus ropas de vivas tonalidades, sus rostros exóticos, sus mercados como mosaicos de teselas llamativas. Otro cantar es vivir dentro. Nos tomamos unas cervezas cerca del mercado. En la plaza seguían sucediéndose las exhibiciones gimnásticas. Junto a la terraza donde nos sentamos, unas jovencitas se cambiaban de ropas antes de comenzar su actuación. Se las veía casi desnudas al socaire de un portal escaso. Y sin embargo la escena no transmitía sensualidad alguna. Aún guardaba la retina ese esquemático pastel de Toulouse-Lautrec en el que una enigmática y seductora mujer de pelo rojo se calza unas medias negras.

jueves, agosto 21, 2008

El ciervo


Mientras cenábamos fuera, se oía a la ardilla del jardín trajinar en el pino. Levantamos pronto la mesa con intención de acercarnos a Castelsarrasin. Se ha hecho de noche. Por el camino que conduce desde la casa hasta la carretera, pasamos junto al campo de girasoles. No es más a estas horas que un entramado de filamentos amarillos, de ascuas débiles. Hay una luna casi llena. Algo se mueve entre los arbustos. Algo grande y ligero. Algo que salta desde las sombras y se hace visible. Cruza por delante del coche. Se pierde en el bosquecillo que delimita las plantaciones de frutales. Es un hermoso y huidizo ciervo que carga con un hipnótico brillo lunar sobre el lomo.
En Castelsarrasin la gente se encamina toda hacia el mismo lugar. No hubiera sido necesario ni preguntar dónde se van a lanzar los fuegos. Bastaría con seguir hasta el canal a ese distendido tránsito humano. Bajo la arboleda se sientan familias enteras, críos nerviosos, jóvenes con ganas de fiesta. A eso de las once comienza el espectáculo. Luce especialmente en aquel rincón. Las aguas remansadas reflejan y multiplican las explosiones y sus colores. A los niños parece encartarles. Han tomado un buen sitio en primera línea. No me quito de la cabeza a ese ciervo repentino.

miércoles, agosto 20, 2008

Horror vacui


Unas entradas atrás, he colgado una foto que alguien me tomó mientras leía —nos tomó, también está leyendo a mi lado J.—. Como foto no da para mucho. Como recuerdo tengo la intuición de que dentro de unos años me parecerá —nos parecerá— un recuerdo entrañable. Un viaje que no salió mal, una casa en la que estuvimos a gusto, algunos momentos especialmente placenteros. La constatación, en fin, de que los paraísos perdidos no son más que el tiempo ido. Y que puesto que somos el tiempo que nos queda, según acertada definición de Caballero Bonald, siempre será posible volver a transitarlos y a compadecernos, eterno argumento literario, del rastro que nos dejaron esas visitas edénicas.
En esa foto tengo en las manos un volumen de bolsillo que reúne los cuentos de Kjell Askildsen. Se titula Todo como antes. En los primero relatos, quizás los mejores, los protagonistas son viejos, personajes que sobreviven acostumbrándose ya casi a la muerte. En los cuentos finales se narran sucesos aparentemente intrascendentes en la vida de distintas parejas, acontecimientos rutinarios que sin embargo son como gotas que colman el vaso del tedio, del rencor apenas oculto, de la infelicidad que lastra a todos los personajes. No hay a lo largo del libro un momento alegre, ni sitio para el amor, no existe la compasión. Todo es deliberadamente frío y aséptico. Hasta el deseo se desvela como una sensación vergonzante. Todo se dice con el menor número de palabras. Y ello, que viene bien a la manera en cómo se pretende reflejar el mundo, termina, no obstante, generando cierta desazón tras algunos finales. Askildsen esboza, como en los cuadros de Hopper, un ambiente y algunos indicios para una historia. En las pinturas del americano eso basta para generar una bien urdida sensación de desamparo. En los cuentos del noruego, su laconismo se nos antoja excesivo, como de un Hopper exhausto al que hasta el dibujo le fatigara. Será tal vez que padezco una suerte de horror vacui. Por eso se escriben estas cosas. Por eso nos revolcamos tan a menudo en los recuerdos. Por eso guardo en álbumes mis fotos. También esa en la que leo a Askildsen.

martes, agosto 19, 2008

Un par de viejos

Fiesta nacional de Francia. Y uno recuerda a Brassens y su mala reputación: Le jour du Quatorze Juillet / je reste dans mon lit douillet. / La musique qui marche au pas, / cela ne me regarde pas. / Je ne fais pourtant de tort à personne, / en n'écoutant pas le clairon qui sonne. / Mais les brav's gens n'aiment pas que / l'on suive une autre route qu'eux, / non les brav's gens n'aiment pas que / l'on suive une autre route qu'eux, / tout le monde me montre du doigt / sauf les manchots, ça va de soi. Nosotros hoy nos levantamos. Faltaría más. Nous sommes en vacances. Se experimenta, además, una sana envidia de cómo se celebra por aquí esta fiesta. Por un día se manifiesta la alegría de compartir un territorio y un gobierno que lo rige dando y requiriendo sin atender a balanzas o pedigrís regionales. Nos acercamos a Toulouse. La bella población que atraviesa el Garona y los canales de Midi y Brienne. La fiesta tenía despejadas las calles. Poco tráfico. Pocos viandantes. Mucho ciclista. Dejamos los vehículos apartados en un gran boulevard, el de Luxemburgo. Cerca había algunos garitos margrebís. Mucho hombre moreno sentado a la sombra, en las terrazas, fumando y charlando apasionadamente. Llegamos desde allí en corto trayecto hasta San Sernín, fotografiando su hermoso campanario octogonal desde la estrecha calle que nos iba acercando su perfil recortado contra el cielo azul de la mañana. Avanzamos hasta la plaza del Capitolio. Le da nombre el hermoso edificio civil que alberga al ayuntamiento. Lugar concurrido. Centro de la ciudad. Explanada de paseo y encuentro. De celebración también, que allí se estaba instalando esa mañana el escenario sobre el que se celebraría la fiesta. Terrazas a la sombra al otro lado de la fachada dieciochesca. Tiendas en su perímetro. Bicicletas. Turistas como nosotros. Sol mañanero agradable. Cuando avanzábamos callejeando desde el Capitolio hacia el río, se paró a nuestra vera un hombre parsimonioso, de barba y cabellos canos, gafas, manos en los bolsillos y voz grave y algo lenta. Español, nos dijo. Nos había oído hablar y quiso saber si precisábamos de alguna ayuda en su ciudad. Porque a Toulouse ya la consideraba como tal. Casi cincuenta años lleva residiendo allí. Natural de un pueblo pequeñito entre Benavente y La Bañeza, emigró muy joven a buscarse las habichuelas. Paseamos junto a él. A su ritmo. Iba desgranando poco a poco cosas sobre su vida, sobre el sitio, sobre los españoles que allí vivían, que habían sido muchos, pero que iban siendo menos porque los viejos se mueren. Nos acercamos al río charlando. Aquella peniche hace un paseo por el Garona, nos indicó señalando un barco chato amarrado a la orilla. Él vivía al otro lado del cauce. Paseaba todas las mañanas durante unas horas. Cruzaba el puente hacia el cogollo tolosano. Volvía al mediodía hacia su barrio. Se paraba al hablar, como en esas conversaciones de jubilados que van sin prisa matando la mañana y cuando quieren enfatizar algo se detienen y obligan a quienes les acompañan a hacerlo también, sin que se reanude la marcha hasta que lo que cuentan llega a su término. Y así estábamos, haciéndole corro, cuando por nuestras espaldas se nos acercó otro paisano, otro vejete español con unas cuantas décadas también de residencia en Francia. Venía en bicicleta y con corbata. Supo que eramos compatriotas al vernos en compañía del inesperado guía que nos iba acompañando desde unos momentos antes. El anciano ciclista era de Madrid. Su esposa, francesa, andaba bastante enferma desde tiempo atrás, por lo que apenas viajaba ya a España. Era un jubilado ecologista. Nos dio unos pins en los que se pedía atención para el medio ambiente. Pero lo más curioso de la situación es que ambos personajes, aquellos dos encantadores viejecitos emigrantes, que llevaban toda la vida en una ciudad extranjera y parecían entrañablemente enternecidos cuando se cruzaban con unos paisanos desconocidos hablando en su lengua natal, la que ya ellos mismos empleaban con giros y acento galos, aquellos dos voluntariosos acompañantes estaban, según pudimos advertir pronto, fieramente enemistados. Qué curiosa situación, ambos ayudándonos, indicándonos lo mejor de la ciudad, hablándonos de sus vidas, y sin apenas mirarse. El ciclista se fue pronto. Saludándonos ágil mientras pedaleaba bajo los árboles que daban sombra al paseo ribereño. Volvimos hacia el centro. Nos despedimos también de nuestro primer amigo junto al metro. Tomamos unas cervezas en una coqueta braserie del Capitolio. Las necesitábamos. Un buen paseo y mucho calor a medida que pasaban las horas. Esos primeros tragos de cerveza cuando aprieta la sed son gloria bendita, como bien contaba en un delicioso libro, que he releído hace unos días, Philippe Delerm: “Uno la bebe rápidamente, con una avidez falsamente instintiva. En efecto todo está escrito: la cantidad no es ni mucha ni muy poca, lo que hace el comienzo ideal; el bienestar inmediato puntualizado por un suspiro, un chasquido de lengua, o un silencio que lo vale; la sensación engañosa de un placer que se abre al infinito… Al mismo tiempo, uno ya sabe. Todo lo mejor ha sido tomado. Uno coloca su vaso y lo aleja incluso un poco sobre el pequeño cuadrado de servilleta”.

lunes, agosto 18, 2008

Distancia

Trenes que chocan. Colisiones irreparables. A los amigos que nos han acompañado hasta este tramo ya avanzado de la vida hay que cuidarlos. Pero eso significa también, en ocasiones, cuidarnos de ellos. Una prolongada proximidad puede, de pronto, volvérnoslos irritantes. Sólo la distancia nos los devuelve de nuevo irrenunciables. Conviene observarlos, observarnos -también a nosotros mismos-, desde arriba, con la altura discreta que otorga el silencio bien administrado, la disección razonada de nuestros sentimientos y de los suyos. Hay unos versos en el último libro de Álvaro Valverde que vienen bien a esta intención:
“… captar nuestra existencia de soslayo
o verla desde lejos, en lo alto,
con la perplejidad del que contempla
…”
La perplejidad es asombro y también incomprensión ante lo ajeno. Esa distancia que permite observarse como alguien distinto, con una objetividad sobre lo propio casi imposible, nos vuelve, de repente, sorprendentemente absurdos.

domingo, agosto 17, 2008

Una brújula

Meditar cerrando los ojos al sol de la mañana, gozando del milagro de disfrutar de un hueco bajo su brazo de luz. El zumbido laborioso de los insectos entre la vegetación que tapiza los muros de la casa. El trajín del desayuno. Todo comienza de nuevo y en nuestra laica oración se pide que el nuevo día venga clemente y traiga algo de dicha. Nos puede a esta hora la esperanza de ser mejores.
Uno sabe qué es la felicidad. En ocasiones hasta la tuvo entre las manos. Así que podría describir su consistencia. Frágil siempre. Cualquier golpe inesperado la quiebra en mil pedazos. Leve como pluma, que hasta una brisa ligera puede llevarla lejos, tanto que se hace inútil forzar la mirada por no perderla. Así es la felicidad. Esquiva y gloriosa. Y como todo bien preciado, como la misma salud, no deberíamos vanagloriarnos de poseerla, de estar en ocasiones bendecidos por ella. Cualquier ostentación de riqueza resulta indecente. Estar dichosos debería ser, pues, como el calor de las sábanas, un bien íntimo. Quién sabe qué oscura maldición puede despertar la exhibición grosera de la felicidad.
Volvemos a Toulouse. Esta vez a la Ciudad del Espacio. Una gran exposición educativa sobre la conquista de lo que hay más allá de los cielos. Reproducciones aeronáuticas. Cine en tres dimensiones. La carrera espacial: Estados Unidos, la URSS y ahora también Europa. Los niños lo pasaron bien. Hacía calor. Es difícil verlo todo en unas pocas horas. Al salir me compré una brújula. El espacio me parece un lugar demasiado lejano. La tierra incluso me resulta a menudo inabarcable.

sábado, agosto 16, 2008

Carcasonne


Carcasonne es un espejismo. Se levanta sobre una colina, al norte de la autopista. Una seductora arquitectura como de construcción de madera para niños. Piezas sencillas, cubos, almenas y tejados cónicos. Saeteras. Puentes levadizos. La promesa de un encantamiento de cimientos sólidos. De un tiempo detenido. Y la gente acude como a los santuarios. La nueva religión del turismo. Dentro viven los mercaderes. Se han hecho con el templo. Exponen sobre los tenderetes toda su quincallería, bien bruñida, perfumada. A Carcarsonne nunca debería visitársela por dentro. Es un espejismo parcelado y en venta.
Comimos en La côte de mailles. Un pequeño restaurante que parecía tranquilo y que encontramos en una calle apartada. Servicio atento. El patrón vigilaba el negocio paseándose parlanchín y algo ceñudo entre las mesas. Era un tipo fornido que vestía una camiseta violeta sin mangas. Andaba desolé, alguien se había llevado la llave del retrete. El único. Para hombres y para mujeres. Detrás justo de nuestra mesa. Cuando quise lavarme las manos antes de comer, me lo encontré dentro. Nos lo explicó entonces. Sin llave y sin cerrojo, el servicio se volvía un cuarto indiscreto. Estaba seguro de que había sido un niño. Un gamberrete se había llevado la llave. Madame, le dijo a C. cuando entré en el baño, vigile la puerta para que nadie moleste a su marido mientras está dentro. Pedí casoulette. Había que probar la especialidad local. Un pote de alubias y carnes. Con pato. Casi sin caldo. Espeso. Contundente. No me entusiasmó. Por el local, grande como su dueño, pero mucho más manso, se paseaba un gran perro negro. Cancún. Quizás el patrón estuvo en México. Quizás allí le cogió gusto a las camisetas sin mangas. Quizás por eso le puso ese nombre al can.

jueves, agosto 14, 2008

Siempre las mismas señas


En Moissac ya es mediodía y la gente va camino de sus casas. El mercado está a punto de cerrar. Nos da tiempo a comprar unos magrets y fruta. Hacemos la comida a eso de las dos. Son ahora las cuatro. Los niños se han estado bañando en la piscina. Luce un sol espléndido. Leemos a la sombra y apuramos el poso de un gintonic. Siento como si por un momento nos cobijaran los más indulgentes pliegues del mundo. Me ronda la cabeza una idea para un poema: un viajero escribe postales que tienen por destino su propia casa.

Las páginas de un cuaderno de viaje
son como postales escritas
desde cada uno de los lugares
a donde nos llevan nuestros pasos.
Arrastran la letra imprecisa
de quien se apoya en viejas piedras,
en mesas de café, belvederes de mármol,
bancos de parque o asientos de tren.
La consistencia ósea
de un apunte cualquiera al natural
que tomara el lápiz de un paisajista.
La emoción desnuda de todo lo íntimo.
Y siempre iguales señas por destino,
las del lugar de donde una mañana partimos
con la secreta esperanza
de contar nuestro viaje, la vida,
en descoloridas postales de kiosko.