jueves, febrero 26, 2009

Volviendo añicos los acuarios

Hay una ira vergonzosa. Que genera arrepentimiento. Que saca lo peor de nosotros. Pero hay otra ira que nos dignifica: la que reclama la restitución de una justicia que se nos niega de cualquier otro modo. Sin esa ira, que es sobre todo indignación y que en la mejor de sus versiones no debería ser destructiva sino activamente resistente, quizás no se hubiera avanzado lo bastante en algunos derechos sociales fundamentales. Algo de ese estar justificadamente airado ha habido en la reacción que llevó a un vecino vasco hace un par días a arremeter contra un local batasuno. Ese arrebato, como cualquier calentura, y aun estando bien argumentado, ha pecado, sobre todo, de imprudencia. La de la violencia, menor, es verdad, y no carente, tampoco, de sólidos eximentes, pero que, aun así, como toda violencia no defensiva, es rechazable. Y la de la singularidad, que si bien en cualquier sociedad democráticamente sana no generaría más secuelas que un protagonismo pasajero, en el ámbito vasco sitúa al vengador en el centro de una diana nada metafórica. Contra la primera de las imprudencias hubiese cabido la alternativa de canalizar ese enojo uniéndolo al que desde hace tiempo manifiestan valientemente muchos otros en algunas asociaciones cívicas. Contra la segunda de las imprudencias nada se puede hacer si esa ira mal gestionada no se extiende definitivamente entre quienes, como el narrador del cuento Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, ahogan su rabia cuidando de un acuario. Diría aún más, nada se puede hacer en ningún caso si ni siquiera se es capaz de albergar esa rabia que tan a menudo se echa en falta. Quizás por eso, cuando aflora, aun de esta torcida aunque inocente manera, volviendo añicos algún acuario, tendemos, cómo no, a comprenderla.

martes, febrero 24, 2009

Máscaras y tricornios

Mientras desayunamos, en la radio recuerdan que se cumple el veintiocho aniversario de la intentona golpista. Tengo para mí que ese aumentativo con el que se define aquello ha calado porque su pronunciación da una idea precisa del grado de improvisación con que se se llevó a cabo, de la obesidad mórbida de la chapuza. Al hilo de lo que se rememoraba en el informativo, y de las fechas y fiestas en las que andamos, mi hijo preguntó de pronto: "¿Así que lo de Tejero fue en carnaval?". No recuerda uno haber reparado en la coincidencia. Supongo que porque en su día le asustó lo suficiente el asunto como para no hacer demasiadas bromas al respecto. Y sin embargo, este crío que lo ve ya como algo bufo y antiguo, asoció en seguida máscaras y tricornios. No anda descaminado, no.

viernes, febrero 20, 2009

Caxigalíneas

La siega de las guadañas pulsa con ritmo de metrónomo la respiración del silencio.

Los recursos literarios son la celestina entre la realidad y su figuración; ambas trasunto, para los espíritus cartesianos, de Capuletos y Montescos.

Una cosa es ser exquisito y otra, distinta y vulgar, volverse pedante.

La estela de una siega meticulosa y precisa convierte la pradería en papel verjurado.

jueves, febrero 19, 2009

De nuevo Tachia

Ayer volvió Tachia a recitar en Gijón, en el Antiguo Instituto Jovellanos. Fue, como siempre, un placer escucharla.

Foto de Juan Garay

Hay quien recita la poesía, Tachia,
por oírse a si mismo, voz en grito;
tú en cambio la reposas como el vino
en los rincones tibios de la entraña

y la acercas a la copa de los labios
a sorbos que se apuran como vida,
a veces dulces y a menudo amargos,
a sorbos de alegría y de desdicha.

Te yergues en la escena de las tablas
con la solidez frágil de los juncos,
con la elegancia austera de su danza.

Por tu voz y gesto, por tu mirada,
torrentean los versos en tumulto,
la savia mineral de las palabras.

miércoles, febrero 18, 2009

Desvergüenza

Que a una niña de catorce años, acompañada por su madre, se le pregunte en una cadena de televisión acerca de sus relaciones con un muchacho de veinte años acusado de asesinato con el que, consentidamente, convivía. Que esa entrevista pretenda indagar sobre la personalidad del homicida y no se plantee en ningún momento la bárbara circunstancia que supone que a una niña de esa edad se le permita cohabitar con su supuesto novio. Que, posteriormente, se justifique tal aparición televisa alegando el interés de la audiencia por los pormenores de un crimen y que se apele a la raza de la muchacha entrevistada, gitana, como eximente de su alentada procacidad, resulta tan brutalmente inconsecuente como si para investigar sobre el arma empleada en un acuchillamiento se le preguntase a una pequeña por el mango de la navaja días después de que con ella le hubieran amputado el clítoris, sin que al mismo tiempo a nadie se le ocurra poner en tela de juicio la práctica de la ablación.

miércoles, febrero 11, 2009

Oficios y temperamentos

Leyendo hace unos días a Trapiello subrayé un párrafo que me hizo recordar a mi amigo Ramón: “Jamás he conocido a ningún carpintero que fuera mala persona o que tuviera un humor atropellado o que fuese iracundo. Puede haberlos, pero no los ha conocido uno. Eran, por el contrario, gentes silenciosas y observadoras, acostumbradas a la soledad. Los oficios se ve que tienen una influencia beneficiosa en las vidas de quienes los practican, y acaban condicionándolas, y no es lo mismo ser matarife que carpintero”. Reseñado lo cual, tampoco olvido que Ramón, además de carpintero, es también luthier –de donde le viene el sobrenombre de Vihuela–. Esta circunstancia aun ennoblece algo más, si cabe, su oficio, añadiéndole a los rasgos de carácter que Trapiello les supone a los del ramo, unas dosis no desdeñables de jovialidad musical. Al hilo también de estos apuntes sobre dedicaciones y temperamento, me viene a mientes otro conocido, mon ami Émile, cuya ocupación es mayormente eso que en el gremio llaman, suavizándolo, decesos. Pudiera colegirse que tal trabajo le hubiera afunebrado el rictus. Nada más lejos de la realidad: es un gozador impenitente. Cabría concluir, entonces, matizando que la teoría de Trapiello se cumple muchas veces stricto sensu, y algunas otras, a contrariis.

lunes, febrero 09, 2009

Divinos ellos

Leo en el periódico de ayer que se ha escrito la biografía de Lydia Artigas, a la que le decían Madame Rius en el oficio. El libro lleva por título La señora Rius. De moral distraída, y su autor es un tal Julián Peiró. La protagonista tiene setenta años. Posa para la ocasión en el salón de su casa, reclinada sobre un sillón tapizado en piel sintética de tigre, sosteniendo las fotografías de sus clientes más ilustres (Cela, Dalí, Welles, Belmondo), con un perrito mínimo y peludo sobre las rodillas, mirando a la cámara con una mezcla de picardía y fatiga. El resumen del libro que se esboza en el diario relata con cierto pormenor algunas escabrosidades de los artistas que se cruzaron en el horario de oficina con Madame Rius. El deseo es caprichoso, tanto que en ocasiones el pudor nos previene de algunas fantasías íntimas. Que las embridemos nos vuelve dignos, tiempo después, a la luz de la propia memoria. Sin embargo, otros, aprovechando esa bula insana que les otorga la condición de artistas consagrados o la impunidad del poder, dan rienda suelta a su más oscuro yo. Al cabo de los años habrá biógrafos que vean en tales aberraciones admirables indicios de genialidad. Y lectores, estudiosos y colegas asentirán por no significarse. La veterana meretriz biografiada detalla en las páginas de su vida las ocurrencias de algunos de estos genios. Dalí se beneficiaba patos. Le excitaba, además, penetrarlos a la vez que les rebanaba el pescuezo. No me digan que no era en sí aquella cópula una performance memorable. De Belmondo, aquel tipo de labios carnosos que en À bout de souffle fumaba compulsivamente y amaba a la Seberg para envidia del mundo, cuenta Madame Rius que le hizo el sexo oral con una saña propia de Anibal Lester: “Por culpa de él no pude trabajar en tres días. ¡Qué dientes tenía, de verdad! No entiendo cómo Catherine Deneuve y Ursula Andrews pudieron vivir con él." A su vez, la gracia de Cela consistía en pedirles a las chicas que alquilaba que cascaran vajillas enteras alrededor de la cama. Le daba placer rememorar una escena de la infancia, la de una torpe chica al servicio de su familia que solía romper platos con cierta asiduidad. Las chachas siempre pusieron mucho a los señoritos.
A uno se le ocurre a propósito de estas historias, que, como en el cuento, convendría vocear a tiempo que el rey anda desnudo y, cuando así ocurriera también, que el rey es un jodido degenerado. Que se rían luego del aviso si quieren los papanatas. Que se rían al menos hasta que algún genio no les tome por patos y se la endilgue por salva sea la parte mientras les ponen al fresco las cuerdas vocales.

viernes, febrero 06, 2009

De amicitia

“¿Hay algo más estimulante que encontrar todavía con
agrado ahora al amigo al que recibíamos con agrado
antaño
?”
R. L. Stevenson, Virginibus Puerisque
Al hilo de un reencuentro, pienso en las afinidades y en la amistad, que generalmente crece enraizada en aquéllas, alcanzando pronto una vida propia y expuesta, como la de cualquier planta, a toda suerte de inclemencias. No es raro, por eso, que se tronche en el más inesperado momento o que se agoste a ojos vista en una resentida agonía. Enterradas y, por ello, fuertes como todo lo invisible, las afinidades tienden, tarde o temprano, al capricho del retoño. Como la naturaleza al de los excesos. Así que quién podría precisar la vida que le aguarda a lo que tan frágil se levanta del suelo.

miércoles, febrero 04, 2009

La isla

He leído La isla, de Giani Stuparich, en traducción de J. A. González Sainz y editado por Minúscula. Se trata de un relato de apenas cien páginas. Una historia que narra el breve viaje emprendido por un padre, mortalmente enfermo, y su hijo a una isla del Adriático. En ese lugar creció el padre y allí el propio hijo pasó parte de su niñez y adolescencia. A través, sobre todo, de las reflexiones interiores del hijo, entendemos que ese encuentro y ese viaje tienen por finalidad que el padre se despida de un paisaje que le trae los más hermosos recuerdos. Sin embargo, en los diálogos de La isla esa finalidad última no llega nunca a confesarse. Porque aunque la proximidad de la muerte marca los tiempos del relato, del propio viaje, incluso de lo que el mismo Stuparich escribió y ahora leemos con cierto sobrecogimiento –intuyendo su verdad–, el miedo a una lástima indigna por parte del padre y a una sinceridad cruel por parte del hijo, hacen que esa presencia oscura sea como las marcas de agua, visibles en todo momento por detrás de las palabras y de la vida, pero nunca tan oscuras que consigan ocultarlas del todo. Es un libro desnudo, sincero, que deja sensación de autenticidad en lo que transmite: la tristeza por la pérdida de quienes queremos, de la dicha que alguna vez tuvimos, de la vida, en fin, que es como esa costa insular que a la vuelta, poco a poco, pierden de vista. Es un libro que, aun pudiendo serle emotivo a todo lector, lo es, sobremanera, para quienes han sabido o saben de ese encono con que a veces se ceban los males invisibles con nuestra gente. Lo expresa de modo rotundo Giani Suparich en estas líneas: “Quien asiste impotente a la trágica lucha, y tiene en sus venas la misma sangre que la víctima, sufre con un horror reprimido y todos sus minutos están envenenados”.