martes, mayo 04, 2010

Ángel Cristo


Tres estaciones le recuerdo al via crucis de este Cristo menor. En la gloria. O algo parecido. Que así lo vi yo con pocos años en su circo americano. Entrando a la pista sobre una cuádriga. Musculado. Vestido de romano. Con pechera, espaldera, falda de flecos, espinilleras y casco. Todo dorado. Refulgente sobre el serrín. Retando a las fieras que rugían al otro lado de la jaula. Lástima que no llevara a su lado a ningún esclavo recordándole que también era mortal. Yo era un niño y no podía imaginarme la mísera intimidad de la caravana de un domador. Mucho después fue en el puerto del Musel. En los terrenos asolados que mediaban entre grúas y graneles, donde levantó su carpa con ocasión de la primera semana negra. Se vendieron entonces libros en los contenedores de carga. Se paseaban escritores desconocidos entre las maromas y los norays. Fue mucho antes de que todo acabara convirtiéndose en una feria de fritangas. El marco aún era el adecuado: siempre tuvo el crimen músculo de estibador y una mirada tan turbia con la marea que ensucian los mercantes. En los aledaños del circo, bostezaba un león viejo y sarnoso. Tenía un ojo de cristal. Inmóvil. Quién podría retar desde una cuádriga y sin vergüenza a un león tuerto e inofensivo. La tercera vez fue en la pantalla de un televisor. En una de esas ocasiones en que se pisa una baldosa suelta y nos salpicamos hasta el velo del paladar. Al reconocerlo fugazmente aguanté por unos instantes uno de esos programas casposos. Hundido en una silla, aseteado por preguntas infames, el domador ya no precisaba siquiera de que un esclavo le recordara su condición humana. Todo un coro cruel diseccionaba las vísceras de un hombre que había perdido el disfraz. Al que sólo le aguantaba un maquillaje casi de arcilla. Y que había terminado sus días al otro lado de la jaula.

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