lunes, agosto 30, 2010

Lagos

Día de montaña. No suele uno andar mucho de caminata por los altos, así que estas excursiones esporádicas aportan siempre pequeños descubrimientos. El del paisaje que se visita. El de la gente que nos acompaña. El de la propia resistencia a un esfuerzo físico infrecuente. El sábado fue uno de esos días. Estaba soleado. Subimos hasta los lagos de Somiedo. La Cueva, Cerveriz, Calabazosa. Formaciones glaciares, como nos explicaba N., entusiasta irredento, siempre pedagógico señalándonos dolinas y morrenas, antiguos cursos fluviales. El lago de la Cueva tenía un agua esmeralda, transparente en las orillas. Cerveriz estaba sin embargo turbio, atacado por la vegetación. Calaboza parecía misterioso; sus aguas, frías. Por aquí estuve acampado siendo un crío. Recuerdo de entonces que todo me resultaba desproporcionado. Los picos que ascendíamos en las marchas. La profundidad de las aguas cuando nos bañábamos en los lagos. Los mastines que cuidaban de los rebaños y se acercaban a nuestras tiendas al atardecer. La vida de un niño en ciertos ámbitos puede ser un continuo contrapicado. El sábado, sin embargo, procuraba uno todas las distancias. A la pradería agostada le daba color el azafrán silvestre. Posadas en sus estambres había pequeñas mariposas azules. Al caminar levantábamos una turba de saltamontes, como si fuéramos pisando incruentas minas silenciosas. Bordeamos los Albos. Llegamos luego al mirador sobre el valle. Un balcón calizo domina el paisaje desde el pueblo hasta el mayor de los lagos somedanos. Todo se abarca con sólo girar la cabeza muy lentamente. Desde el espejo de las aguas, por el hayedo y el antiguo camino de carros, hasta el caserío lejano. Sobre nosotros volaba un buitre poderoso. Perspectivas. La del crío que descubre con asombro lo inaprensible. La de la trompa voraz de la mariposa sobre el polvo del cólquico. La del caminante que otea la naturaleza como un dios vicario. La del ave para la que toda esta maravilla sólo es costumbre.

martes, agosto 24, 2010

Charla de café

Ha caído esta mañana unos cuantos grados la temperatura. Me acerqué a ver la bajamar desde el paseo marítimo y por la arena apenas si andaban más que algunos viejos mojándose las varices en la orilla. Leí luego el periódico en el café, donde por un instante era el único cliente. Me pareció que L. tenía ganas de conversar. Así era. Se acodó a mi lado al otro lado de la barra. Una cosa llevó a otra. Terminó contándome dónde tiene su refugio. Y no es poco que quien ofrece siempre un perfil rudo comparta con uno esa confidencia, desvele esa dicha y se vuelva de pronto íntimo y por tanto a la vez vulnerable. En cuanto puede, me decía, se va a ese pueblecito costero. Tiene allí una pequeña casa móvil en el camping. Cerca del mar. Con una parcela propia en la que ha instalado recientemente un porche de madera. Pesca por aquellos pedreros. Camina por el arenal, fino y muy blanco. Dice que su familia también disfruta de aquello. Me lo enseña todo en fotos. Pero lo ve uno mejor en sus palabras entusiastas que en las imágenes algo desvaídas de su teléfono. Me conforta esta charla inesperada con un tipo que no se da fácil, pero que hoy se ablanda recordando ese pedazo de tierra donde es feliz. Por el que da la sensación de que pelearía con más arrojo que por cualquier patria. Alta traición, llamó a algo así José Emilio Pacheco en un poema:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

lunes, agosto 23, 2010

Un día más de verano

La clave suele estar en tomar como referencia algo que sea generosamente significativo. El sábado me lo pareció el último sol y la lluvia que trajo consigo. El día había resultado luminoso. Se estaba bien a la sombra. Con el mundo echado a los pies como un perro dócil. J. disfruta como nadie de esta casa en el campo. Lee en silencio durante horas, cocina por gusto, bebe buen vino, tiene todo lo que más quiere al alcance de la mano, a salvo entre las lindes del cercado. Nos ofreció un rosado del Bierzo que sirvió muy fresco y resultó delicioso. Las horas son como la cuerda de un arco. Describen la parábola de la luz y se tensan o distienden a voluntad del pulso. La jornada terminó cerca de los acantilados. Atardeciendo entre la bruma. El sol era un trozo de tentáculo de pulpo. Apimentonado. Vertía sobre la mar un aceite espeso y teñido. Fue darle la espalda y venir la lluvia. Nos refugiamos bajo un árbol sin demasiada fronda. Llegan a veces inesperadamente las inclemencias. Tormentas de verano. Y ni el arrimo protege. Cuando la nube se fue, era ya de noche. Calma y templada.

domingo, agosto 22, 2010

El Anticiclón de las Azores

Era portugués. Retraído, pero un tipo noble. Eso sí, sin muchas luces. Hacia una buena figura sobre la lona. Cuando llegó al gimnasio le pusieron aquel nombre de guerra. O al menos, supuestamente de guerra. Nadie reparó en su significado. Se estuvo más pendiente de la música, de la contundencia fonética, que de su verdad. Fue todo un presagio. El primer combate enfrentó al Anticiclón de las Azores con un mulato cubano que respondía por Anticristo de Camagüey. El debutante aguantó de pie apenas dos asaltos. Dos tortuosos e inmisericordes asaltos. Aquel demonio caribeño se lo llevó finalmente al suelo del ring con un fulminante gancho de izquierda. Los prefijos, como la alquimia, no deben dejarse en manos de cualquiera.

viernes, agosto 20, 2010

De Durero a Morandi (y tan cerca)

Decía María Kodama que Borges adoraba a Durero: “Recuerdo que una vez estábamos en la National Gallery viendo uno de los autorretratos de Durero. Yo le estaba intentando describir el cuadro y Borges me dijo, “ah, es aquel que está así”. Entonces me giré y fue como un flash que se me quedó grabado para siempre: Borges había puesto la misma expresión, la misma cara del retrato, un retrato que había visto cincuenta años antes.” Borges escribió de hecho sobre el grabado Tod und Tuefel, describiéndolo en su poema Dos Versiones de Ritter, Tod Und Teufel y se refirió al artista de Nuremberg en al menos otros dos poemas: El enamorado y El reloj de arena. En este último no en vano, ya que en los tres más famosos grabados de Durero, El caballero, la muerte y el diablo, San Jerónimo y La Melancolía aparece siempre un reloj de arena: Por el ápice abierto el cono inverso / deja caer la cautelosa arena, / oro gradual que se desprende y llena / el cóncavo cristal de su universo. Símbolo universal del paso del tiempo, para Borges la arena se relaciona también en textura y metáfora con la sombra, la ceniza y el gris propio de los grabados: Surge así el alegórico instrumento / de los grabados de los diccionarios, / la pieza que los grises anticuarios / relegarán al mundo ceniciento. Había en esos versos como un presagio de olvido, una certeza de muerte para la obra gráfica. Viéndola ahora expuesta como resumen del propio paso del tiempo, de las diversas preocupaciones del hombre en ese tránsito, del artista que las decanta y fija, a lo largo de cinco siglos de grabados recopilados y atesorados por la Fundación William Cuendet, queda el consuelo de que no se haya cumplido el presagio, de que, para dicha de los ojos y el entendimiento, se puedan admirar hoy colecciones como la que se expone en Gijón, en el Centro de Cultura Antiguo Instituto bajo el título de De Durero a Morandi. Probablemente, cuando llegue a Madrid provoque largas colas. Habrá incluso quien se desplace desde aquí a ver lo que ahora es en su ciudad, sin demasiado bombo ni platillo, primicia y lujo inesperado que es posible disfrutar durante unas semanas con calma y sin aglomeraciones. En la muestra se recorre la historia del grabado, su evolución desde las primeras ilustraciones bíblicas del siglo XVI hasta nuestros días. Incluye obras de Durero, Rembrandt, Canaletto, Piranesi, Lorrain, Goya, Degas o Morandi. Se debe, además, seguir atendiendo las indicaciones que acompañan a las obras y que ayudan a comprender las distintas y complejas técnicas que los artistas utilizaron a lo largo de la historia: desde la talla de la madera, la piedra mordida, el metal arado o el trazo sobre el vidrio traslúcido. Xilografías, litografías, aguafuertes, aguatintas, buriles, clichés-verres. Sirvieron en el inicio para ilustrar las ediciones bíblicas. Transmitieron luego conocimientos científicos y geográficos en atlas y cosmografías. Dieron más tarde paso a la subjetividad del artista, al estudio de la luz sobre el paisaje o la exploración psicológica de los retratos. De los tres grabados de Durero aludidos al principio, se muestran dos: San Jerónimo en su estudio y La Melancolía. A uno le place más el primero. Hay en él orden, luz, trabajo y retiro gustoso. El rayo de sol que lo ilumina vuela por encima de la calavera apoyada en la ventana. No es poca declaración de principios. Por su parte, La Melancolía es obra de escaso tamaño pero llena de simbolismos. Deja la impresión de que uno nunca la entiende del todo. Reina en ella un desorden acumulativo. El reloj de arena. La balanza. El cometa. Los útiles carpinteros. El perro famélico dormido a los pies de una mujer sentada en un banco de piedra, en un edificio por hacer. Un lugar en soledad, próximo a la mar, en mitad de la noche. Y ese cuadrado enigmático de números que suman siempre y de muchas maneras la cifra treinta y cuatro. Antes de Durero, esta alegoría de la melancolía sólo aparecía en tratados médicos y almanaques. La melancolía era una enfermedad. En el grabado, verdadero manifiesto de modernidad, parece asociarse sin embargo a los estados creativos. La soledad y el tormento del espíritu renacentista, quizás. Unos pasos después nos espera Rembrandt, sus claroscuros. Religioso, pero también mundano en el desnudo de una mujer negra vista de espaldas. Y las ruinas romanas de Piranesi. Y el vedutismo, tan veneciano, tan panorámico, tan Canaletto. Esas postales que alimentaron el interés y gusto por el viaje. Las perspectivas de la ciudad ordenada, floreciente y culta. Y de lo panorámico a lo delicado e íntimo, a Degas y Manet. O a lo formalmente prodigioso, en esa Santa Faz de Claude Mellan, trazada en espirales sin apartar el buril de la plancha. Pulso artesano, quizás, más que pieza de arte. Enseña hasta dónde puede llegar la técnica. Pero, sin embargo, recrea un motivo que ya no era para entonces la razón de ser de la obra gráfica. Y finalmente, en el título expositivo y en la ubicación de lo mostrado, está Morandi. Aguafuertes. Según parece una parte no desdeñable de su creación. De hecho fue profesor de grabado en la academia de Bellas Artes de Bolonia. A uno, que la simplicidad de Morandi y sus naturalezas muertas le parecen de una desolación entrañable, los grabados no le atrajeron tanto. Como si faltase el color de sus óleos, que le otorga a la obra el complemento térmico que la vuelve única. No es un pero, esto último, lo que se le pone a lo visto, sino una observación debida al propio gusto, siempre tan singular y caprichoso. Se volverá de nuevo, sin demora, al Antiguo Instituto a recorrer esta breve maravilla. A pasear entre los grises de estos grabados que no han terminado siendo como en el poema de Borges —en todo caso, inspirada alegoría poética— piezas algo olvidadas de anticuario, sino vívido relato de un arte cimentado, como siempre, en una previa e indispensable destreza técnica.

martes, agosto 17, 2010

The last day (2)

Juro que no diré su nombre. Avaricia de viajero. Tan sólo, y para que los cielos no vean en mi ocultación un pecado absoluto, daré algunas pistas. Que conduje por la carretera de la costa hacia el oriente. Que sonaba en el coche Madeleine Peyroux, acompañándonos como una pasajera delicada y de voz queda, de modo que uno le perdió de pronto el miedo al tráfico y se tomó el camino con una calma de viaje largo, antiguo y sin prisa. Que llegamos al pie del sendero y dejamos el coche en el arcén. Que caminamos hasta llegar a esa cala recóndita, entre praderías y caliza, abierta en medio de los acantilados. Su agua parecía mediterránea. Sobre la arena finísima apenas encontramos bañistas. Un par de parejas de jóvenes desnudos. Quizás hubieran dormido allí. Cuerpos esbeltos y bronceados. Lozanía envidiada. La marea estaba alta. Fue llegando más gente. No mucha. Sombrillas. Periódicos. Libros. Charlas adormecidas bajo el sol. Palas que marcaban con su peloteo un ritmo de metrónomo perezoso. No había apenas olas cuando entramos a la mar. Lo hicimos casi sin recelo. No estaba fría. Fue un placer que prolongamos como amantes avezados. Era el último día de las vacaciones. Al atardecer, cuando dejamos la playa, nos pudo por un instante la melancolía, esa sensación de pérdida que toda dicha deja como rastro al irse. Tomé una foto. Imaginé unos versos.

lunes, agosto 16, 2010

The last day



Todo último día es memoria.
Se abarca con los ojos
y se recorre a solas y en silencio,
por más que a nuestra espalda
alguien nos fije al paisaje,
ya sin rostro
y en el empeño indócil
de no abandonar
la dicha ni la vida.

jueves, agosto 12, 2010

El guía y el marqués

En Ferreirela da Baxo está la que fuera casa donde nació Antonio Raimundo Ibáñez. Cerca andan Ferreira, A Ferrería o Mazonovo. Topónimos que eran dedicación. Nunca faltó el agua, ni los bosques de roble, ni los montes de brezo. Hubo también hierro. Así que surgieron ferrerías, mazos y fraguas. Estamos en los Oscos. Antes, a la altura de Castropol se nos abrieron bien temprano los cielos. Cruzamos luego el Suarón. Carretera arriba subimos La Garganta. El espectáculo en lo alto era hermoso. El día limpio permitía ver hasta la costa. Al este y un poco por encima se recortaba la sierra de la Bobia. Tomamos dirección a Santa Eulalia. Atravesamos el pueblo hacia la casa del marqués de Sargadelos. En Ferreirela da Baxo, como decía. El guía, José Luis Díaz, que es a la vez director de la casa-museo, echa un pitillo a la puerta. Nos muestra primero el hórreo, que en la zona tenía cubierta de paja de centeno, que se restauraba cada cuatro o cinco años, que se hacia con tejados muy pendientes y conseguía una temperatura constante para cosechas y carnes. El marqués nació en este ámbito modesto y recóndito. Estudio de pequeño en el monasterio de Villanueva. Se fue a trabajar de joven a Ribadeo. Y allí hizo fortuna. Hasta fletó pronto barcos propios. Vemos luego la fragua, que en la zona la había casi en cada casa. La bodega, reducida y para el autoconsumo. El vino se hacía con uvas de parras izadas que daban sombra al camino y conseguían en su altura recoger el poco sol del lugar y evitar la excesiva humedad de la tierra. Descubrimos luego una pieza extraordinaria, con aspecto de cabeza disecada de dragón, con tamaño de arca grande, cerrada con herrajes de forja en su testuz y hueca por dentro, porque allí se guardaba el grano. Se trata de una verruga de roble. De una verruga colosal de un roble que debía de ser centenario y que alguien tuvo la paciencia y el vigor de ahuecar. Las verrugas se forman en los troncos de los árboles cuando siendo jóvenes algún insecto los ataca. Es su forma de defenderse. Esas protuberancias crecen lentamente. Debió ésta de necesitar muchos años para hacerse así. Todo nos lo cuenta José Luis con una paciencia y una sabiduría prodigiosas. Desde su físico enjuto. Sus muy pocos kilos. Con su nariz y barbilla apuntadas, su barbita rala y su voz sobria. La cocina es amplia y oscura. Era la estancia más importante del hogar. Donde transcurría toda la vida en común de la familia, en la que podían convivir quince o más personas. Los de la casa: padre, madre, abuelos y hasta nueve hijos. Y los que permanecían por días encargados de los oficios: talabarteros, zoqueros, carpinteros, sastres. Se reunían en torno al llar. Al puchero en el que se hacía el caldo. Los escaños unían en torno a las llamas y al sustento, pero también estaban preparados para ser paritorio y hasta lecho final de difunto. Reparamos en el horno, donde se cocía el pan cada quince días. En los instrumentos para hacer el embutido tras la matanza. En la lavadora.Una pieza rudimentaria compuesta por un trobo, una base de granito y un receptáculo de madera con forma de duerno. Seis años cuenta que le llevó entender por qué la ropa quedaba blanca. Llevó dos líneas de investigación, nos desvela en un tono casi académico: la tradicional por vía oral y la científica, apoyándose en conocimientos químicos. Sobre el trobo un cendal y sobre él las cenizas. Siempre de roble o fresno. Porque según parece son las que más potasa contienen. Luego tres tipos de agua: tibia, caliente e hirviendo. Agua que se recogía y se reutilizaba porque al contacto con el sudor de las ropas se convertía en aguja jabonosa. Y por último la oxidación en el prado, donde se oreaba la ropa al sol y al aire. Y donde se iban las manchas rebeldes. Pasamos a las habitaciones. Dos. Próximo y casi escondido anda el cuarto de aseo de las mujeres. Abajo el establo, donde se cuenta ahora cómo evolucionó la empresa del marqués. Desde el hierro y los instrumentos estandarizados para el quehacer diario hasta la loza industrializada. José Luis vive en esa aldea. Al lado de la casa que muestra, que resulta fue su casa en la niñez, pues la última familia que la habitó fue la suya. Con él, en tan pequeño núcleo, ahora sólo vive un anciano de casi noventa años. Él dice, sin embargo, no sentirse sólo ni aislado. Está todo a un paso. Nos aconseja antes de irnos que probemos el caldo de Ca Rodil, en As Poceiras. Allí nos dirigimos. Allí lo comemos. Suave y delicioso. Lo acompañamos de vino blanco y turbio del país. Le preguntamos a la camarera por José Luis. Nos dice que anduvo de joven lejos de la tierra. Que estudió filosofía. Que volvió ya de hombre al pueblo donde nació. Que es culto y es sabio. Damos luego un paseo por los alrededores de Santaya, por Santaya mismo. El sol aprieta. El marqués fue un hombre de pueblo al que mató el pueblo. No el suyo, pequeño, caserío escaso en gentes y lugar pobre. Lo mató el pueblo vengador y genérico. Masa. Grabado de Solana. Cien años antes de que Solana grabase. Desgarro de ilustrado. España se ha deshilachado a menudo por los costurones abiertos a uñas sucias, a dientes sucios, a filos sucios. Gregorio Morán escribía hace unos años en La Vanguardia un artículo sobre el Marqués: "Antonio Raimundo Ibáñez, futuro marqués de Sargadelos, nació discreto, en familia de escribano y no estudió en la universidad por falta de medios. Llegó al monasterio de Villanueva de Oscos, regido entonces por la orden de San Bernardo, ya leído en su casa. Hay que conocer la zona asturiana de los Oscos para tener una vaga idea de lo que debía de ser aquello a mediados del siglo XVIII. Baste decir que la patata entra por entonces en la alimentación y que el sistema de vida, o de supervivencia, se mantenía prácticamente inmutable desde la Edad Media. Estudios recientes precisan que el mundo asturiano, y más en una zona como los Oscos, vivía con varios siglos de retraso con la España capitalina. El mérito de Antonio Raimundo Ibáñez va a ser desplazarse a Ribadeo y dedicarse al comercio primero y a la industria luego. Algo tan insólito como aprovechar sus buenas relaciones con la Corona y en concreto con el arma de Artillería para hacerse proveedor y fabricante. Creó una herrería, una fundición de hierro colado y una fábrica de loza, la más importante de España, que tras su asesinato se fue al demonio y que en tiempos modernos ha sido recuperada. Tenía pensada una industria del vidrio y otra textil, que no logró concluir. Se le consideró el primer importador de lino de Rusia, de hierro de Suecia, de ollas de Burdeos y de bacalao de Terranova. No hace falta decir que se casó bien, con doña Josefa López Acevedo, y que alcanzó la categoría de inspector general de Artillería, y que construyó su mansión en Ribadeo, pero que la Iglesia y la nobleza local le prepararon el terreno para que fuera acusado de todo. Gozaba de una notable cultura y no menos notable biblioteca. De poco le valió formar parte de la Junta de Defensa contra los invasores napoleónicos, porque hubo de firmar la paz cuando ocuparon la villa, y cuando se fueron, ay, cuando se fueron. La turba animada por los eclesiásticos lo consideró el principal afrancesado y coló la brillante idea de tesoros guardados en su casa. La asaltaron y a él le sacaron y le fueron dando mamporros y cuchilladas hasta que acabaron con su vida, ante su mujer y su hija. Luego vino la leyenda y se inventaron las mil historias del marqués de Sargadelos, pero lo cierto es que le mataron por moderno. El linchamiento del marqués de Sargadelos el 2 de febrero de 1809 es como un símbolo de la utilización del patriotismo para pagar las cuentas de la modernidad; matándole a él se eliminaban muchos males, entre otros, la civilización, la cultura y la libertad. Por eso lo lincharon; no por rico, sino por moderno. Porque los señores siguieron siendo exactamente los mismos después de incitar al linchamiento. Incluso me consta que, pasados muchos años, han sido sus más conspicuos festejadores".

miércoles, agosto 11, 2010

¿Conocéis el lugar?


Tomamos camino a Urueña. Llegamos temprano. Apenas si hay nadie por las calles en este domingo que amanece algo más nublado y fresco que los días anteriores. Dejamos el auto cerca de la juguetería. La vieja juguetería siempre cerrada. Entramos al recinto amurallado por el lado del cementerio. Cerca del Pozolico, la casa rural donde años atrás pasamos unos días de semana santa. Subimos a la muralla. Entramos en una librería que hallamos al paso. C. se compra Sara de Ur, de Jiménez Lozano. Á. se mantiene fiel a Tolkien. Un largo paseo nos lleva finalmente al museo del libro. Preside su entrada un maravilloso poema de Antonio Colinas. Seguimos el itinerario expositivo. Nace la escritura. El pergamino la fija. La imprenta expande la palabra. La linotipia le imprime velocidad. Al salir pregunto si me podrían facilitar una copia del poema de Colinas. La tienen, en efecto, a buen recaudo, para curiosos sensibles como uno, que quiere guardar estos versos para siempre. Dicen así:

¿Conocéis el lugar?

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que es aquí en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre
y tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar esa música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?

Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un emjanbre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.

En el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.

¿Conoceis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?

Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, de la luz;
en un espacio en que la nada es todo
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes
vertiendo de su copa oro líquido.

Es un lugar en el que el espacio y el tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).

La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
Es la música que, a través de la respiración de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.

Es difícil escribir algo más hermoso. Al salir de nuevo a las calles de Urueña luce el sol. Nos acercamos a la puerta que abre la muralla a poniente. Allí vimos en otro tiempo un atardecer espléndido. Yéndose la luz del mundo al otro lado de la planicie. Mucho más allá de Villardefrades y hasta del Teleno. Tomo ahora fotos del campo agostado. De los caseríos dispersos y lejanos. De los caminos terreros. Y del cielo otra vez ardiente. Nos vamos luego a comer. En el Pozolico, que apenas tiene un par de mesas libres. Elegimos el comedor pequeñito. Con paredes de adobero. Pido que la cerveza esté fría. Me traen una copa empañada de escarcha. Conversamos al final en torno al café de puchero. Nos llevamos otro buen recuerdo de la casa. Y de Urueña, que quisimos ver de nuevo en la lejanía desde la carretera cuando nos íbamos, deteniéndonos junto a la iglesia románica de Nuestra Señora de la Anunciada, recortándose la villa entre el amarillo abrasado de los campos y la bóveda inclemente de los cielos.

martes, agosto 10, 2010

Enrique V


Querido S.: ayer por la noche llegaron las cigüeñas. Eso debió de ser, porque durante el día no las habíamos visto, pero al salir del castillo, casi a la una, con un cielo estrellado, alegres como colegiales después de la función, en medio de la ciudad iluminada y disfrutando de una temperatura clemente, las vimos sobre el cimborrio de la catedral, sobre sus tejados, sobre la torre cuadrada. Y más allá también en la iglesia de San Ildefonso. Crotoraban en el silencio. Brillaban en la oscuridad. Eran decenas de cigüeñas. Quietas. Juntas unas casi contra otras. Veníamos del teatro. Enrique V. Representado entre las murallas de la vieja fortaleza. Una velada casi íntima. Reducida a escasos espectadores. Los actores de la compañía Achiperre nos recibieron junto al foso. Pisaban la uva. Recitaban el vino. El que luego nos sirvieron antes de su actuación, mientras nos cantaba casi al oído un ángel metido en carnes y vestido de blanco. La obra resultó divertida. Aire fresco después de los calores del día. Adaptación del drama shakesperiano debida al autor belga Ignace Cornelissen. Una parábola de humor sobre el absurdo de la guerra y el capricho de quienes gobiernan. Te hubiera gustado acompañarnos. Ese alcor en la ciudad, donde antaño se oteaba la lejanía, sigue siendo un lugar apacible, silencioso, de los que te placen. Se podía oír en medio de las torres defensivas hasta los susurros de los actores. Y estando tan cerca de ellos, saber de su entrega por el sudor que les iba viniendo a las ropas. Por entre lo más alto de la mampostería me pareció ver el vuelo atolondrado de un murciélago. Sobre el escenario, sobre los reyes de Inglaterra y de Francia, sobre Catalina y el narrador, iba estrellándose la noche. Y sin que aún ni lo sospecháramos estaban llegando las cigüeñas a la ciudad.

lunes, agosto 09, 2010

Un concierto de verano

Leo un apunte del diario de Muñoz Molina. Dice al final que nunca se sabe qué nuevo lugar memorable puede descubrirse sin previo aviso, venciendo la pereza de viajar, la convicción de que en casa y en el jardín propio y en nuestra ciudad se está mejor que en cualquier otra parte. Salimos camino de Zamora con la certidumbre de que, siendo como ha sido para nosotros durante años una ciudad de paso, le debíamos una visita a fondo, pero también con la amenaza del crudo calor castellano de estos días de agosto. Instalados en un hotel céntrico, nos dedicamos a descubrir los detalles de una ciudad manejable, acogedora, a la escala justa del paseo. La calle de Santa Clara corre paralela al río. Bulliciosa, pero sin estridencias, lleva hasta la plaza Mayor. De allí a la catedral, por la rúa de los Francos, se adentra en el cogollo medieval. En el promontorio oeste que otea lo lejano y el curso del Duero se levantan castillo y catedral. Hacia la mitad de este recorrido gozoso, al que uno volvía aplicado después de perderse a ambos de sus lados por ver una de las muchas iglesias románicas, o la fachada modernista y cuidada de algún edificio de Ferriol, o cierto rincón, o cierta calle, o cierto mirador sobre los puentes o las aceñas, por la mitad, digo, del trayecto hay una plaza techada por la fronda de los plátanos y al cuidado de un tipo esbelto y broncíneo al que le han dado por sobrenombre “terror romanorum”: Viriato. Un par de días atrás la noche allí era aún más noche. No se había iluminado la plaza y las copas tupidas del arbolado oscurecían el reducido ámbito. Nos sentamos cerca del escenario. A la hora fijada se encendieron las luces. También las de los imponentes edificios de los lados. Piano, contrabajo, batería y voz. Uno tenía la extraña impresión de que no estaba en medio de la Castilla fatigada por el estío, sino asistiendo a un concierto de jazz en la civilizada plaza de una ciudad centroeuropea, perfectamente aseada en fachadas y calles, salpicada de parques y de sombra, y reñida con el ruido y la prisa. Antes de que la banda interpretase One day I´ll flay away, a mitad de concierto, Larry Martin contó por qué era especial para él aquella canción. Tenía que ver con los reveses repentinos y casi terribles de la salud. Con la brega que se emprende contra lo que parece irremediable. Con la compañía de quien se quiere. Y con la música como conjuro. Finalmente dedicó el tema a su mujer. Yo la vi sentada en la primera fila. Un cuerpo menudo. Vestía una camiseta de un negro desvaído. Menuda de hombros y con el pelo largo apenas recogido. La canción empieza como con ritmo de canción de cuna. Se despliega como esas alas que se desean para verlo todo desde arriba y en la distancia. A esa altura, a través de las hojas de los plátanos, quizás la noche era como un espejo, el destello de luces como estrellas, la música suave y memorable de un concierto de verano en la plaza de un Viriato rendido.

jueves, agosto 05, 2010

Una isla en el mar rojo

A través de los ventanales veo el bríllo de la piscina bajo el cielo encapotado. La brisa de la tarde varea los últimos destellos de los chopos. Al fondo, los montes han perdido perfil: son una imprecisa mancha de verde sucio por detrás de la niebla. Los gorriones rebañan sobre la mesa las migas de la merienda. Un momento antes vigilaban esbeltos sobre el respaldo de una silla la soledad de los restos. Ahora, ya confiados, apuran el botín hechos casi una albóndiga de plumas. Toda urgencia nos rebaja. El día ha sido una isla. Si el verano fuera el mar rojo, estas horas que terminan hubieran podido ser un capítulo de Wenceslao F. Flórez. Gris insular que le da vuelta a los bolsillos del alma. Que echa fuera las pelusas de lo oscuro. Polen infecundo que vuela casi ingrávido. Amaneció sin fuerza hoy la luz y dio tiempo a mirarse por dentro. La ventana era brocal y en el pozo bailaba el agua azul intriga de las piscinas. Ayer habíamos bajado sin miedo al sol de dentro. Hoy miramos la superficie y es un espejo de chopos. Nos vemos también entre ellos. Un vaso con hielo entre las manos y unos pájaros que le han perdido el recelo a la casa y hasta a nosotros. Estamos tan quietos. Tan en paz. Tan a la sombra de esta isla que fue hoy el día.

lunes, agosto 02, 2010

Eclipse

Chipirones. Y sidra. Y un intercambio de pareceres que, como a menudo sucede con los desacuerdos políticos, termina agriándose. Ni el postre mengua ese regusto ácido. Uno no aprende a no enredarse en lo que nada finalmente aprovecha. Se desearía alcanzar la persuasión de lo que aun susurrándose esconde raíces de secuoya vieja. La pericia del silencio a tiempo. Pero me puede el vértigo. Tengo un libro ahora mismo abierto sobre la hierba. Se ha aclarado el día. Luce el sol y se hace agradable saber su luz al alcance de la piel con tan sólo dar dos pasos desde la sombra. Me cuesta concentrarme en la lectura. Todavía queda un resto de pasión precipitando el ritmo cardiaco. No debería uno poner en liza más que sus argumentos. Y ni tan siquiera reiterarlos. Pero termina traicionándonos la emotividad discursiva. Puñetas de toga. Por eso viene bien escribir contándolo. El diario es también tisana. Nos calma. Vuelvo al libro. Hilo ya la trama. La brisa mueve como mies el vello de mis brazos. Lenta y constante. Ciempiés invisible. Somos a veces la razón de los eclipses, el velo fugaz que oculta la luz con la ofuscación de un instante. Conjuro el lunar. Estoy dispuesto a disfrutar del resto del día. No poca dicha ya es saberse en la tarea. Había comenzado horas antes, cuando triscamos los tentáculos crujientes de los chipirones entre sorbos de sidra fresca. (P.D.: En todo caso, querida T., te reconozco las mejores de las intenciones. Tus inquinas, como las mías, apuntan hacia lo injusto. Lo ves tú jironeado en las aristas de la estrella de David; yo, en cambio, sesgado por el filo de la media luna. Si damos por imposible ponernos de acuerdo sobre el asunto desde el aprecio que nos tenemos y después de compartir mantel y viandas, qué esperar de los que deben apaciguar la guerra poniendo antes en paz la memoria asediada por la sangre.)

Gaviotas en la madrugada

Gaviotas en la madrugada. No es mal eneasílabo como título. Hay en el pájaro una evocación de muelles y vida portuaria. Y en el espacio temporal aludido, principio y final: la luz alumbra el nuevo día, pero también puede desvelar los estragos de la noche. Gaviotas en la madrugada. Quién sabe si ya se ha escrito una novela negra bajo ese título. Y un poema de versos misteriosos. Ahora también se abre paso un apunte de diario que habla de una ventana abierta a la brisa de la noche estival, a sus ruidos de ciudad provinciana y costera. Sobre todos ellos, el chillido desquiciante de las gaviotas al amanecer, como si se hubieran quedado atrapadas en un patio angosto de vecindad y clamasen incapaces de desplegar en toda su extensión las alas, incapaces de levantar el vuelo. Ayer pasamos el día en casa de R. En su jardín secreto, como le gusta decir. Una maravilla recóndita con olor a menta piperita y tomillo cítrico, con frutales cuajados, con su pequeño huerto cuidado, con su palmera y sus dos robles centenarios, con sus flores de colores vivos alegrando la piedra de la casa. Comimos a la sombra del galpón. Bebimos y charlamos hasta la noche. El día enfrió pronto y la lluvia perló el paisaje. Por entre las fresas asomó un minúsculo ratón de campo acicalándose el bigote. Compartimos mesa con A. M. Qué bien aguanta los muchos años. Lúcido, hablador, risueño. Fuma y bebe como un joven despreocupado. Por debajo de su gorra marinera asoma la melena áspera y blanca. Está curtido de campo. Tiene su estudio aquí cerca. Apenas baja ya a la ciudad. Dice haber descubierto el verde hace nada, volviendo de un viaje castellano y saliendo a Asturias después de cruzar el largo túnel del Negrón. Se sorprendió de pronto con el verdor de todo. De la tierra, de los montes, de los postes de la luz y hasta del asfalto. En eso anda ahora, cuenta, queriendo llevar a los cuadros esa revelación súbita y tardía. R. ha ido haciendo de esta vieja casa de aldea, comprada casi veinte años atrás, un refugio acogedor, donde ahora él y M. pasan gran parte del año. Cuelga sus pinturas por todas las paredes. Tienen formas y texturas que andan a caballo entre lo figurativo y lo abstracto. Uno ve en ellas, sobre todo, perspectivas roturadas y ocres. Arboledas ordenadas. Contrastan con la fronda circundante, con el esmeralda umbrío del bosque próximo. En la charla distendida aparecen recuerdos y fantasmas. Viejas sombras del pasado. Como V., el profesor de latín que era humanista y musicólogo. Que tenía un apartamento sólo para escuchar sus discos y tocar el piano. Y un perro obediente que a veces ladraba por los pasillos de aquel piso sin casi muebles en el que siempre se oía música de fondo. V. mandó extirparle las cuerdas vocales. Esta madrugada las gaviotas chillaban como animales locos. Cerré la ventana del cuarto y bajé al salón. Logré conciliar el sueño. Es media mañana y parecen más calmadas. Como si todo su miedo tuviera que ver con el despuntar del sol y la incertidumbre de los días.