miércoles, agosto 11, 2010

¿Conocéis el lugar?


Tomamos camino a Urueña. Llegamos temprano. Apenas si hay nadie por las calles en este domingo que amanece algo más nublado y fresco que los días anteriores. Dejamos el auto cerca de la juguetería. La vieja juguetería siempre cerrada. Entramos al recinto amurallado por el lado del cementerio. Cerca del Pozolico, la casa rural donde años atrás pasamos unos días de semana santa. Subimos a la muralla. Entramos en una librería que hallamos al paso. C. se compra Sara de Ur, de Jiménez Lozano. Á. se mantiene fiel a Tolkien. Un largo paseo nos lleva finalmente al museo del libro. Preside su entrada un maravilloso poema de Antonio Colinas. Seguimos el itinerario expositivo. Nace la escritura. El pergamino la fija. La imprenta expande la palabra. La linotipia le imprime velocidad. Al salir pregunto si me podrían facilitar una copia del poema de Colinas. La tienen, en efecto, a buen recaudo, para curiosos sensibles como uno, que quiere guardar estos versos para siempre. Dicen así:

¿Conocéis el lugar?

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que es aquí en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre
y tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar esa música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?

Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un emjanbre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.

En el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.

¿Conoceis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?

Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, de la luz;
en un espacio en que la nada es todo
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes
vertiendo de su copa oro líquido.

Es un lugar en el que el espacio y el tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).

La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
Es la música que, a través de la respiración de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.

Es difícil escribir algo más hermoso. Al salir de nuevo a las calles de Urueña luce el sol. Nos acercamos a la puerta que abre la muralla a poniente. Allí vimos en otro tiempo un atardecer espléndido. Yéndose la luz del mundo al otro lado de la planicie. Mucho más allá de Villardefrades y hasta del Teleno. Tomo ahora fotos del campo agostado. De los caseríos dispersos y lejanos. De los caminos terreros. Y del cielo otra vez ardiente. Nos vamos luego a comer. En el Pozolico, que apenas tiene un par de mesas libres. Elegimos el comedor pequeñito. Con paredes de adobero. Pido que la cerveza esté fría. Me traen una copa empañada de escarcha. Conversamos al final en torno al café de puchero. Nos llevamos otro buen recuerdo de la casa. Y de Urueña, que quisimos ver de nuevo en la lejanía desde la carretera cuando nos íbamos, deteniéndonos junto a la iglesia románica de Nuestra Señora de la Anunciada, recortándose la villa entre el amarillo abrasado de los campos y la bóveda inclemente de los cielos.

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