miércoles, septiembre 15, 2010

A la tarde...

A la tarde, sentado al último sol, apenas si podía seguir atento a lo que leía. La intensidad estaba en el aire, no en las páginas del libro. Era una certeza que se mantenía en lo alto como esas aves que parecen abandonarse a las corrientes del cielo. Iba tamizándose la luz en la brisa que levantan a menudo los atardeceres apacibles. Conviene llegar a esa hora con aplomo. Conviene concluir jornada y estaciones sabiéndose recogido. Junto a una pared de poniente. Contra todo temblor. Apenas quedan bañistas. Ni risas de chiquillos. En el agua bracea un nadador solitario. Cómo remansan el ánimo esas presencias insulares de velas y de hombres en medio de lo inabarcable. Mientras nos sabemos a salvo, nada cuesta reconocerse desde la orilla en ese tránsito aventurado de ulises. Nuestro viaje ya ha concluido. Llegados a puerto, nos vence el consuelo de dar por mitigada antes de la noche toda acechanza sobre la vida, de haber calmado por un tiempo la nomadía que nos echó a los mares. La certeza era el final. Cernido como un desfallecimiento desde las mismas carnes del sol hasta el follaje reciente del suelo. Da frío pisarlo descalzo. El verano tiene por frontera una sombra húmeda en la tierra. Creciente. Recordé una cita de Chatwin: “La Iglesia medieval instituyó la peregrinación a pie como cura de la melancolía homicida”.

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