lunes, mayo 09, 2011

Beatus ille

Nos recibió la lluvia. Vino después de que sobre todo se echara un momento antes un lino sucio. Una urdimbe tupida entre la que, no obstante, la luz del sol repercutía como un alfiler. Sobre las hojas y los pétalos, sobre el cristal y las piedras bruñidas, el agua caída se había posado como una procesión de caracoles minúsculos. Frágiles. Transparentes. A buen seguro guardaban todos un arco iris bajo la axila. En lo más alto del jardín hay un pequeño maremagno de hierbas aromáticas. Para hacerse con su perfume las muy lascivas piden más que una caricia, un arrebato. Que las manos se las coman con los dedos como a pechos de amante. Tomamos café en el cenador. Nos contaron que hace nada estaba tupido de glicinias. Pena no haberlo visto y olido. R. habló del cuco que se oía cerca, de ese pájaro aprovechado al que dejan a nacer en nido ajeno y que termina por arrojar de su lado a los hermanos que no lo son, mientras somete a la madre engañada a un ímprobo trabajo para alimentarlo. Se hizo luego un largo paseo que arrancamos justo por la orilla del robledal. Subiendo después hacia Barreo se nos cruzó un faisán en el camino, pero se escondió enseguida. Ladraban los perros. Por entre la foresta se descubría el paisaje enmarcado entre el ramaje y las sebes. La luz tamizada por el espesor de las nubes le daba relieve al mundo. A la vuelta charlamos con un vecino. Traía consigo una hembra muy dócil de mastín a la que llama Niebla. Se hizo la noche. Mientras cenábamos se cuajaban las claraboyas de constelaciones. Como guirnaldas sobre el conversar alegre.

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