lunes, octubre 29, 2012

Botánico

Después de la lluvia del sábado, volvió el sol de nuevo en la mañana del domingo. Pero hacía frío a la sombra y de las esquinas empezaba a colgarse la humedad del invierno. Su costra tenaz y sus noches largas. Por los caminos del botánico se mezclaban el barro y las hojas. El río bajaba ruidosamente impetuoso. Bajo la fronda, incluso bajo la más desnuda, no venía mal subirse los cuellos del abrigo. 
No obstante, aquí y allá, pequeñas bayas de un rojo intenso salpicaban de vida amotinada la desolación de los jardines. El espino albar, el acebo, ciertos rosales. El rastro en cobre del vuelo de los petirrojos. La combustión del arce. Y algunas setas de color brasa encendiendo un fuego amigo en medio del bosque más umbrío. Sobre el estanque se aletargaban las navegaciones. Un caos de hojas a merced del agua. La copa extendida de un árbol injertado de otros muchos árboles.
En la aliseda, los senderos serpenteaban sobre el fango, camuflados en la hojarasca. Llevaban al corazón del frío. Defendiendo este país de otoño del sol bajo de octubre, atrincherando este ámbito de vegetación en la órbita estacional de los planetas, una legión de plátanos repelía la luz con su ramaje altivo. 

martes, octubre 23, 2012

Concierto

Foto de Alberto Morante
El viernes 19 de octubre actuó Paco Ibáñez en el Niemeyer. Lo acompañaba Amancio Prada. Tal vez fuera más preciso decir que era un concierto de los dos. Al menos así lo era para la organización, que presentaba a la par a ambos artistas en los carteles. Pero a uno le parecía más bien que era Paco el protagonista y Amancio el acompañante. Y como tal se comportó éste cuando compartieron escenario en la segunda parte de la actuación: orbitando en torno a Paco con una gestualidad algo afectada.
Supongo que para la mayoría de los que llenamos el teatro, tanto Paco Ibáñez como Amancio Prada son dos referentes musicales imprescindibles. Pero al primero lo apreciamos no sólo por lo que canta, sino por cómo a través de lo que canta ha forjado un discurso moral sin fisuras. Irreverente y tozudo. Posiblemente su voz haya perdido vigor con el paso de los años —a cambio, se ha vuelto más cálida y confidente—. Es seguro también que nunca ha pretendido convertirse en un virtuoso de la  guitarra —en ella se ha apoyado, de ella se ha acompañado—.  Pero esa figura con la que al cabo del tiempo nos encontramos sobre las tablas de los teatros cada vez que acudimos a su encuentro, ese Paco Ibáñez de cabellos blancos y atrabiliarios, que tan rigurosamente se atavía de negro como a la vez descuida el orden de sus ropas —el pantalón caído, por fuera los faldones de la camisa—, ese cascarrabias lúcido, ese niño viejo, ese cantante que se enfrenta a los conciertos con una mezcla de improvisación y arrebato, que sabe tomar, más por oficio que por intención, el pulso de su auditorio hasta ofrecerle lo que le pide sin renunciar a lo que el artista a su vez quiere, esa compañía con la que hemos convivido a lo largo de nuestras vidas, como con una conciencia desgarrada de la que no deseamos ni debemos abdicar, y que hemos procurado, cuando llegó la hora, compartir con nuestros hijos, ese hombre grande y desgarbado, arranca siempre de nosotros la mejor de las rabias, la de sentirse en pie y dar noticia de ello, la que arrincona contra las esquinas oscuras de la vida lo peor de nosotros mismos: la debilidad, la codicia o el olvido.
Por su lado, Amancio Prada ha entendido de otra manera la profesión. Se ha mostrado muy preocupado también de lo instrumental, de cuidar y mejorar su voz, de que la propia música alcanzara incluso una relevancia pareja a la de las letras con que se nutre.  Atento a  su imagen. A la puesta en escena. A las luces. Al ritual. Compilando a lo largo de los años poemas de amor, versos de García Calvo, romances de antaño, misticismos, ferlosianas, canciones francesas y saudades galaicas. Sucediéndose en su carrera, pues, etapas, atenciones e intenciones. Capas superpuestas de una geología finalmente semipreciosa.
Por el contrario, la terca voluntad de Paco Ibáñez ha ido acumulándose en delta, en limo de aluvión arrastrado por el curso ininterrumpido de un río que ha buscado siempre sin desmayo una misma desembocadura. Quizás por eso no se hizo del todo fácil conciliar ambas voces en el concierto. Acordar la atildada compostura de un cantante que parece perseguir la belleza sobre cualquier otra cosa y el desaliño de un trovador empeñado en la verdad —que suele ser una forma mucho más amarga de belleza—. A los dos los volvería a ver uno a gusto, pero mejor a cada uno adueñado de su mundo, de su propio concierto, de su particular manera de enfrentarse al público: con cierta mise en scéne el berciano y con la desnudez más cruda, Paco.
Tengo la sensación de que Amancio Prada se fue plenamente satisfecho del Niemeyer. Me da, en cambio, que Paco Ibáñez se hubiese sentido más cómodo si, por momentos, la media naranja del reparto no nos hubiera privado de su mejor versión, la de un tipo que para comerse el escenario y entusiasmar a sus espectadores no necesita más que una silla donde apoyar la pierna sobre la que toca la guitarra y de una voz, personal y entrañable, con la que desgrana un repertorio único, el de esa poesía con la que crecimos, amamos, lloramos y en un tiempo incluso hasta galopamos.  

viernes, octubre 19, 2012

Marejadilla

De las marejadas nos fascinan sus olas más altas. Arremeten contra los espigones y los acantilados y dejan en el aire un rastro de vía láctea. Hay, sin embargo, otras maneras de fijar en la retina los oleajes. Contra la fugaz pirotecnia de la espuma, la paciencia de la mirada alcanza en ocasiones a cuajar en humo hasta el más violento de los embates. El temple nos  deja entonces por recompensa una dignidad de óxido altivo.

lunes, octubre 15, 2012

El fotógrafo

Foto de Xuan Nel Saez
Al fondo, bajo el bosque, se alejan tres caminantes apoyándose en la diagonal del otoño. Son apenas un contrapeso en el fiel de la fotografía. La mancha sobrevenida que atrae sobre sí la mirada del espectador. No lo quiso de otra manera el hacedor de la imagen: rehuyó los rostros de quienes le acompañaban en la travesía y procuró retratar, en cambio, el eco apagado de sus pasos sobre el tapiz de la hojarasca, bajo la luz tamizada por el ramaje aún resistente del hayedo. Como quien escribe o como quien pinta, el fotógrafo que trocea el mundo a través de un visor persigue explicaciones, plasma estados de ánimo, espera una revelación repentina y se agarra al consuelo de esas parcelas de vida ordenadas en la precisión de la luz y el encuadre. Cree detener con ese afán el instante. Apresarlo en su urdimbre de lentes. Y que al hacerlo detiene a la vez también el tiempo. Que de algún modo lo encofra manteniéndolo a mano. Recuperable. Habitable de nuevo cuando la nostalgia lo requiera. El fotógrafo busca incluso en ocasiones apaciguar el curso de los ríos. Tejer con el agua detenida un velo que cubra los ojos del paso de los días. 

lunes, octubre 08, 2012

Viernes al sol

Viernes al sol. Esa tibieza de otoño suave pica en la piel como el deseo. Te echa al monte. Persigues carretera arriba un trampolín sobre el que impulsar tus pasos y te descubres enseguida caminando bajo unos pinos altos, de copa inalcanzable, de tronco esbelto, oscuro y desnudo. Y enseguida, dejado atrás ese bosque inicial, el paisaje te ralentiza. Porque la belleza, a veces, es capaz incluso de coagular el gesto, y hoy ese decorado que alcanzo de pronto, diluido ligeramente por la luz espesa de la mañana, empastado como todo lo que se acerca al ojo desde las grandes distancias y constituido por una geología constreñida, estrujada por los dioses en una verticalidad de aristas poderosas, en una papiroflexia titánica y sobrecogedora,  se levanta como, los sueños, por encima de la niebla de las primeras horas y se revela, entonces, como una Atlántida emergida sólo para este caminante paralizado.


Recuperado el paso, avanzo con la pereza del que sabe que yéndose está alimentando ya con su marcha una irremediable melancolía que es queja por la pérdida de lo que se ha descubierto con asombro y se nos va o se abandona, de lo que se nos ha dado generosamente a cambio de nada, o de lo que nos ha curado como por ensalmo. Y en ese tránsito hacia la cumbre, bendecido por el azul de los cielos, me afano en fijar los perfiles superpuestos de los cordales, la intensidad degradada de su sombra transida de calima. He llegado desde el recogido ámbito de un apartamento urbano, desde el trazado angustioso de un callejero. No debe extrañar que esa bofetada de inmensidad trastorne mi atención, la hipnotice durante un largo trecho. Justo hasta que la fatiga me devuelve hacia dentro, justo hasta que el esfuerzo me trae desde lo que no alcanzo más que forzando la vista y me tiene suspendido en lo alto como a las aves, hacia el latido interno que de pronto me humilla con su resuello. No soy nada más que un hombre fatigado que sube un pico y al que un paisaje hermoso como pocos lo ha mantenido alejado por un rato de las miserias de toda extenuación.
De regreso, después de reposar en lo más alto, de voltear la moneda y alcanzar un reverso de costa en bonanza y playas cuidadas como cutículas, de retratarme en un hito geodésico confirmando así una pequeña gesta de la voluntad, el cansancio de los músculos y de los párpados me orienta ahora ya no hacia el horizonte sino hacia las orillas. Sobre ellas se levanta hasta la más inalcanzable cima. Igual que se levanta sobre el más pequeño de los pasos, todo itinerario: paseo o vida.