martes, abril 23, 2013

Cementerio musulmán de Barcia






















Sin los muros de ladrillo que lo cercan,
sin su puerta de herradura siempre franca,
esta tierra de sombras y de helechos
guardaría callada por los siglos
el osario refugiado que la habita.
Pisarla así sería más fácil,
pues no habría tiento en nuestros pasos
ni tampoco ese temor que nos tiembla
en los aledaños mismos de la muerte.
Pero saber que aquí yacen hombres,
además de caídos, olvidados,
saber que todos fueron
soldados crueles en la guerra
y poco más que parias en su patria,
saber que purgan desde hace años
con exilio y abandono
su suerte mercenaria y su indigencia,
nos alerta en este cementerio,
mientras brilla el sol al otro lado de la umbría,
de nuestro tránsito fugaz,
pero también, y al mismo tiempo,
de que suelen ser siempre más piadosos
los finales en paz y con los nuestros.

JCD

("A unos pocos metros del pueblo de Barcia, en las frondosidades del concejo de Valdés, aún existe uno de esos lugares que desconocen muchos de quienes han frecuentado sus alrededores desde siempre y guardan memoria puntual y exacta de épocas sombrías y dolorosas. Ocultos entre la maleza, a un costado de la antigua carretera nacional, se alzan los muros del único cementerio musulmán que se conserva en el norte de España y que se instaló allí para dar sepultura a los cuerpos de los soldados marroquíes que acompañaron a Franco tras su levantamiento en África y encontraron la muerte en estos pagos, cuando defendían una causa que en ningún caso era la suya e intentaban ganarse una gloria siempre esquiva." —Miguel Barrero—)

viernes, abril 05, 2013

Intemperie

Las medidas otorgan precisión. Pero siempre resultan relativas. Su valor real está a menudo condicionado por el ámbito, físico o moral, en que se toman. Una estación meteorológica mide con exactitud la pluviosidad, esto es,  cuánta lluvia ha caído en un sitio determinado durante un determinado periodo de tiempo. Pero esa lluvia, dependiendo de la sed de la tierra o de la porosidad del ánimo, puede ser reparación o diluvio. Al final de Intemperie, el niño protagonista, ya solo en su viaje hacia el Norte y mientras descansa en una vieja casa de peones camineros, escucha el tamborileo de la lluvia sobre una chapa: “Volvió a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento.” Desde el Norte, sacudido por aguaceros obstinados y anegado de fronda y umbría, la novela de Jesús Carrasco parece una narración ambientada en otro mundo. La aridez de su paisaje, la inconcebible maldición de un destino inimaginable. Desde el desahogo de un tiempo reciente que ha sido hasta hace nada próspero, y desde una sociedad razonablemente libre, la miseria moral de la persecución representa el paradigma, pero también la memoria, de todas las tiranías. Al otro lado del fiel de la balanza, la dignidad del cabrero y del propio niño constituyen, finalmente, el único asidero decoroso en medio de la desolación más absoluta. Intemperie es una novela imprescindible, soberbiamente escrita, sabiamente contada, moralmente cabal y que tiene una tan ambiciosa como nada desproporcionada vocación de texto clásico: intemporal como la historia que refiere y modélico como el pulso narrativo de quien lo escribe.

martes, abril 02, 2013

Desde Villanova

Llegado hasta este rincón de la carretera, dejo el auto aparcado en el escaso arcén y mientas el cielo parece decidido a vaciarse de nuevo, echo la vista al río, al caserío pequeño y arracimado que se levanta en su margen y que tiene el privilegio diario de esta naturaleza apabullante. La tregua antes de la tormenta. La paz de un día festivo antes de que vuelva la rutina que nutre nuestra supervivencia. Sin estos pedazos de calma, de silencio, de soledad, de paraíso, el resto de la vida sería poco más que fatiga.

Camino de San Saturio

Hay un corto trecho del gran río que casi emociona por su majestad y belleza; desde el Perejinal, el Duero tuerce hacia Soria, sin dejar de verse el cerro del Mirón; éntrase, luego, hasta el puente, y, antes de él, ancla en San Juan de Duero, con sus tapias húmedas de río, frente a la ermita de la Virgen y a vista de la ciudad. ¡Ah, ya sabían los sanjuanistas del siglo XII lo que se hacían! como caballeros auténticos, eligieron lo mejor de la ribera y alzaron un monasterio donde comienzan las huertas, muy cerca del puente, y tan delicioso paraje que, si hubiera en el mundo algo mejor que la santería de San Saturio, no sería sino el abaciazgo románico de San Juan de Duero, merendando, como hacían los sanjuanistas, un cordero asado en el claustro, a cinco metros del agua y de sus hierbas. Después viene el puente, y el soto, y ahora el viajero queda, a la derecha, bajo las terrosas ruinas del castillo. Y, después, a la izquierda, las mejores huertas de Soria, en verdores y en fresco. En seguida, San Polo, de los señores Templarios, que comían ricas lechugas y pepinos del Duero bajo sus bóvedas de crucería. Aquí empieza una tabla de agua, con viejos batanes, acabando en las rocas blancas que componen la cara del santo. Sobre ellas está mi ermita; entre San Polo y San Saturio, un camino flanqueado por los chopos melancólicos, con muchísimas iniciales de enamorados y sus fechas sacras.
Juan Antonio Gaya Nuño en El santero de San Saturio

Ermita de San Bartolomé

 
El cañón del Río Lobos puede que sea, dentro de la geografía mágica de la provincia de Soria uno de los puntos más conocidos. No era así hace 30 años, cuando lo conocí, y cuando, el acceder hasta él representaba todavía una pequeña y agradable aventura. Por desgracia este exceso de conocimiento puede llegar a ser profundamente desagradable a la vista del actual estado de deterioro ambiental. Hay quien opina que los grandes bienes artísticos y culturales de la humanidad, como la cueva de Altamira, Lascaux o incluso este cañón, deberían ser accesibles sólo a las elites. Coincido con esta postura siempre y cuando estas elites no sean económicas, eclesiásticas, académicas o políticas, sino espirituales. Es decir, a la postre, accesible a quien de verdad tenga un gran interés en su contemplación. Para determinar quién merezca o no gozar de estas maravillas la solución sería muy sencilla: quitar toda facilidad en su acceso. Prohibir, como se ha hecho, el paso de vehículos. Quitar, si hace falta, el puente, casi simbólico que de todas formas suele llevarse con sabia y pasmosa facilidad y frecuencia la riada. Quien sabe si alambrar el acceso o minar la pradera…
Antonio Ruíz Vega, El enclave templario de Ucero
 

En la última vuelta del camino...

En la última vuelta del camino aparece, como un puro milagro, recostado en el azul del cielo, Calatañazor. Abajo,“por la barranca brava”, se ha ido abriendo paso el río Milanos, constituyendo el foso natural de la fortaleza, al que unos álamos ponen la nota estremecida de su gentil verdor. Hasta hace un instante —al llegar a esa curva del camino que nos revela el escondido misterio—, Calatañazor era sólo un nombre cargado de resonancias históricas. Ahora, el pueblo entero, colgado en lo alto, en inmediata vecindad del cielo de Castilla, se vuelca sobre nuestras miradas atónitas, nos grita alertas y nos pide “santo y señas” antes de que remontemos la agria pendiente de acceso. La callecita sube empinada. Al volver, a la derecha —misterio, quietud y silencio—, el espíritu sobrecoge, porque sentimos que el tiempo ha volado, como pájaro escapado de nuestras mano, y el mundo se ha detenido un instante eterno. Nos parecería natural que de alguno de esos balcones de madera salieran asustadas viejecitas pidiéndonos detalles de lo que acaba de ocurrir en Almanzor.
Heliodoro Carpintero, Calatañazor

lunes, abril 01, 2013

Desde El Mirón


Empujaba su silla hasta el mirador
y permanecían casi en silencio
sobre el curso del río.
El mar parece tan lejos allí
que se hace difícil imaginar
que las aguas calmas del Duero
tengan un final de olas.
Solamente esa fatiga de aire escaso en ella,
ese ronco pleamar de ahogo,
les recordaba, como un mal augürio,
la brisa húmeda de los estuarios.

JCD
 
(Machado se trasladó a una casa próxima a la Ermita de Ntra. Sra. del Mirón para que Leonor, más debilitada a cada instante, pudiera respirar un aire más puro. A Machado le gustaba pasear y se le veía a menudo empujando por aquel altozano el cochecito de Leonor.)