viernes, marzo 28, 2014

Dos olas

En aquella bitácora a través de la que conocí a Daniel Pelegrín, En Lisboa, se escribía lo que sigue un 4 de abril de 2007:

"Hay una Lisboa africana, una ciudad negra, mulata, mestiza. Los africanos de Lisboa y de Portugal provienen en su mayoría de las ex colonias portuguesas: de Cabo Verde, Angola, Guinea Bissau, Mozambique y São Tomé y Príncipe. En los años sesenta, mientras el régimen salazarista enviaba a muchos jóvenes portugueses a defender el imperio lusitano en la guerra de Angola y la pobreza obligaba a otros a emigrar a la Europa rica, la mano de obra en la construcción y en otros empleos difíciles y mal pagados fue ocupada por caboverdianos. Muchos de ellos se quedaron, huyendo de la sequía endémica de las islas de Cabo Verde, y más tarde, tras la independencia que siguió a la Revolución del 25 de abril de 1974, llegaron otros africanos, entre ellos los angoleños que huían de la guerra civil. Por lo tanto ya se puede hablar aquí de población negra (o mulata, o mestiza) de segunda y puede que de tercera generación: son los portugueses negros. A ellos se siguen sumando inmigrantes más recientes, que enriquecen la diversidad de esta “ciudad blanca” (Alain Tanner se refería a la luz, claro), como puede verse en su misma plaza central: Rossio, lugar de reunión de muchos africanos. Un ejemplo de esta Lisboa africana es la zona de la Rua de São Bento, célebre por ser la calle de la Assembleia da República (el parlamento) y de los anticuarios, pero también conocida —a la altura en que se sitúa la casa en donde escribo esto— como uno de los tres lados del viejo “triângulo crioulo”, que entre los años sesenta y noventa fue un barrio de mayoría caboverdiana, con restaurantes de katchupa (el plato más célebre de la cocina caboverdiana) y bares africanos. Algo queda de aquello, aunque la mayor parte de la población inmigrante se mudó a las ciudades dormitorio como Amadora, Cacém, Odivelas o Almada. Sin embargo, al margen de esta diversidad evidente hoy en día, la presencia africana en Lisboa y en Portugal no se limita a la segunda mitad del siglo pasado y al presente. En Portugal hubo una importante población esclava y liberta de origen africano entre finales del siglo XV y mediados del XIX, que en algunos momentos alcanzó hasta una décima parte de la población total. De hecho, entre mediados del siglo XVI y finales del XVIII, parte de este barrio y el vecino de Madragoa formaban la mayor concentración de población africana de Europa: el entonces conocido como barrio de Mocambo. Las huellas de esta presencia africana en la metrópoli pueden rastrearse hoy en muchas representaciones iconográficas, desde cuadros a azulejos, pero también en tradiciones y músicas. Hay incluso estudios que afirman que el fado tiene su origen en el lundum, una música para danza que se originó en Brasil, mezcla de ritmos bantúes y portugueses. Sin embargo, esta primera presencia africana, que duró cerca de cuatro siglos, se fue diluyendo tras el fin de la esclavitud, mezclándose con la población blanca. Lisboa es hoy, por tanto, una ciudad mestiza y diversa, pero no hay que olvidar que ya lo fue en el pasado. Muchos portugueses, incluso de origen africano, ignoran todavía ese legado."

Y no haría lo transcrito una mala introducción de la novela recientemente publicada por Daniel Pelegrín, Dos olas. En ella, sus protagonistas, Inés do Carmo y Adélia, son parte de esa Portugal mestiza, de esa Lisboa negra. Las separan tres siglos de historia. Las unen, por un lado, el estudio, por Adélia, de los procesos inquisitoriales del XVIII, de los que fue víctima Inés do Carmo, y, por otro, la marginalidad de los mundos en los que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue viviendo gran parte de la población negra. Inés do Carmo cuenta a través de un relato que por si mismo constituiría una pequeña novela picaresca —magistralmente ambientada y con un registro lingüístico fielmente adaptado al de la época en que transcurre—,  el aprendizaje en hechizos y artes curanderas con el que trata de ganarse la vida una vez liberta. Lo que de Adélia sabemos, en cambio, no se nos cuenta a través de una narración cronológica y factualmente ordenada, sino más bien por la revelación de lo que de un modo atropellado, con angustia y saltos temporales, fluye  por la mente de una universitaria de poco más de veinte años, a lo largo de un fin de semana en el que, después de someterse a un aborto clandestino, intenta, con fuerzas menguadas y escaso ánimo, de poner en orden su vida mientras trata de encontrar el consuelo de su amigo Tiago.

A través de aquella primera bitácora de Pelegrín, que cité al comienzo, uno descubrió la obra pictórica de Paula Rego, que años más tarde pude ver de cerca y con admiración en la Fundación Serralves con ocasión de un viaje a Oporto. Las figuraciones de Rego se distorsionan a menudo en arrebato o sufrimiento, y están a medio camino entre la denuncia social y la representación de las pesadillas. En aquella entrada sobre la Rego que Pelegrín colgó en su blog, se refería, entre otras, a una serie de pinturas sin título sobre el aborto, fechadas en los años noventa. Hay un momento en la novela en que el autor mezcla con acierto esos lienzos que a buen seguro están grabados a fuego en su memoria con el propio argumento del relato, ese aborto que estigmatiza a Adélia:

"He vuelto a observar a las mujeres perro, para constatar con sorpresa que una de ellas, que se lame el brazo con avidez, me recuerda a Carolina, una de mis compañeras en el piso de la Costa de Caparica; o será que ahora recuerdo a Carolina con la dureza de esos rasgos, a pesar de que la vi por última vez hace dos días: una eternidad. Y tras la cara de Carolina-perro, como si lo estuviera buscando (y acaso así ha sido, aunque no recordaba que también me habías hablado de esas pinturas): la serie sin título que retrata a mujeres tras un aborto clandestino. He tenido que cerrar el volumen, no porque no pudiera soportar las pinturas, sino por lo que esas posturas, esos gestos y esos escenarios me recuerdan, tan próximo y tan lejano ya. Allí estaba otra vez la habitación húmeda de esa casa de Almada, mi esfuerzo por mantener las piernas bien abiertas sobre las sábanas acartonadas como ella me había pedido, casi ordenado, y abajo en la penumbra del suelo junto a la cama esa jofaina lista para recibir el embrión y lo que pudiera salir de mis entrañas."


Supongo, también, que en la manera de plasmar el desasosiego de Adélia no poco ha tenido que ver la querencia de Pelegrín por Lobo Antunes, y en la limpieza y precisión de las confesiones de Inés do Carmo el conocimiento y lectura de nuestra tradición clásica. Su imbricación, la urdimbre de registros tan diferentes sin que el engranaje rechine, es una labor de estilo cuidado, de suma precisión, que no está lejos de esa máxima que se expresa en la página 150 de Dos olas a propósito de otras razones, pero que tan bien le cuadra a la bien armada hechura de la novela: “En la medida y oportunidad se halla toda sabiduría”.

Novela como queda dicho de mujeres, pero novela también de ciudad. Novela femenina y feminista. Novela pegada a la tierra. Repara en la esclavitud y la inquisición, advierte de las arriesgadas prácticas abortivas a que se someten quienes carecen de recursos, llama la atención sobre la aún deprimida vida que soportan las colectividades negras que todavía descienden de los antiguos esclavos o de las emigraciones del hambre. Se enmarca en una ciudad conocida y que se advierte, además, vivida y querida, cuyas calles, plazas, jardines y museos se integran en la narración armónicamente, como cauce natural de lo que se relata. Novela hermosa, dura y bien escrita a la que uno le desea la mejor de las suertes e infinitas lecturas.

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