martes, abril 26, 2016

Tráfico de influencias (La estancia vacía)

No siempre uno merca con la amistad para alcanzar prebendas vergonzantes. Hay veces que se echa mano de ella para más nobles propósitos. Hace unos meses influí todo lo que pude en Arlé, a la que me une, además de una buena amistad, el trabajo en común que durante los últimos meses, desde la desaparición de Juan Garay, le hemos dedicado a Gesto, para que programase un ciclo cinematográfico que tuviese por protagonistas a los Panero. Si bien es cierto que las dos películas que abrieron esta rememoración —El desencanto y Después de tantos años— eran conocidas e incluso suelen ser programadas periódicamente por algunas cadenas televisivas, mi interés radicaba sobre todo en cerrar la muestra con una tercera cinta que uno no había podido ver en su momento y que tampoco encontraba por más que buscaba: La estancia vacía, un documental, codirigido por los asturianos Miguel Barrero e Iván Fernández, del que había oído hablar muy bien, pero que no ha tenido demasiadas proyecciones desde su estreno y por tanto era, es, injustamente bastante desconocido. Lo más fácil hubiera sido preguntarle al propio Barrero por su película, no en vano he coincidido con él no pocas veces en el mismo café y a la misma hora, pero este retraimiento que padezco con resignación  franciscana me impide a menudo esos atrevimientos. Así que recurrí a Arlé, que a su vez recurrió a Juan Carlos Gea , quien puso finalmente en contacto a mi amiga con Barrero, logrando de este modo  completar la trilogía ofrecida en el ciclo y, de paso, satisfacer ese deseo que uno albergaba desde hacía tiempo. Lo que viene a probar, como apuntaba al principio, que no siempre es perverso el tráfico de influencias. Así que hoy, si nada lo impide, asistiré a esa disección de los últimos días de Michi Panero, el tercero de los hermanos y el que a uno siempre le ha parecido el más interesante, pues aunque fueron los mayores quienes dejaron tras de sí una obra literaria —mejor a mi juicio la de Juan Luis que la de Leopoldo—, fue el pequeño quien llevó una vida más novelable (Barrero creo que también lo ha entendido así, por eso le dedicó aquella narración titulada Los últimos días de Michi Panero). Juan Luis era un tipo desagradable. Leopoldo María se convirtió en una caricatura de si mismo. MIchi, en cambio, disfrutó y sufrió la rutina de la existencia canalla, sosteniendo la ironía sobre su derrumbe físico. Y fue el tipo que, a los ojos de un muchacho  entusiasmado como yo lo fui con el estreno de  Ópera prima, conquistó a aquella angelical criatura que entonces era Paula Molina. No si no por ese y otros méritos de apostura y hechizo verbal se define Nacho Vegas en una canción pseudotestamentaria como el hombre que casi conoció a Michi Panero. Hoy en La Arena, a las 19:30, quienes asistamos a la proyección de La estancia vacía tendremos la ocasión de acercarnos un poquito más a la figura de aquel Panero que mantenía con firmeza que lo peor que se puede ser en este mundo es un coñazo. Amén.


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