jueves, octubre 27, 2016

La comisura de las luciérnagas


Tuvo uno la suerte de estar en el jurado que premió este libro hoy hace un año. Tuvo la grata tarea entonces de defenderlo con la convicción de que se publicaría así un poemario tan brillante como esa luz eléctrica que confunde el deseo de las luciérnagas de su título. Un título que han de saber fue inspirado, o eso al menos uno cree,  por el irreverente libro Sexo en la tierra del zóologo británico Jules Howard, quien estudia en sus páginas el apareamiento animal, descubriendo curiosidades tales como que las luciérnagas macho intentan aparearse con las farolas en vez de con sus hembras, al resultarles más estimulante la luz eléctrica que la de sus congéneres. Y es que la noche alberga todo un catálogo de controvertidos deseos. El de las luciérnagas macho o el de los poetas como González Sánchez Terán —una inspiración más de Balbontín—, poetas que bailan a esa hora “entre los puños del dolor cortejando la luz hasta convertirse en ella”. La noche es también, como bien dice en su preciso y afectuoso prólogo Julio Ceballos, el escenario casi permanente de estos versos: “hay gestos que sólo saben suceder de noche, porque de día son otra cosa que no ayuda a volar, que no brillan ni excitan; por esto este es un libro nocturno”.

Él cada noche la espía
ve cómo se desnuda
cómo derrite con su lengua
cubitos de hielo rojo
en el cuarto de revelado.

Pero La comisura de las luciérnagas además de ser un libro nocturno, es un libro proyectado. Es la obra de un operador oculto en su garita del piso alto que ilumina con un viejo cinematógrafo una vida distinta y libre en medio de la oscuridad. Que proyecta unas imágenes febriles, acompasadas, con música interior y recitación lúbrica. Esa es al menos mi impresión y de algún modo así la glosa también el prólogo de Julio Ceballos: “dentro habita una colección de imágenes en ráfaga en torno al cuerpo y el alma del ser más perturbador y hermoso de todos cuantos existen: el eterno femenino. Su olor. Su sabor. Su calor y la obsesión que su fervor alimenta”. Por la pantalla desfilan el amor, los bisontes pintados mientras se persigue un corazón, la mujer, la calles bajo una lluvia tan persistente como la de Blade Runner, Dante en su purgatorio, la tinta negra, los trenes huyendo, los amantes que atracan tiendas de ultramarinos, las pieles desnudas y los cometas. En la página en blanco, como en la pantalla, el pulso del operador proyecta versos, superpone secuencias, hipnotiza al espectalector. Ese rectángulo donde cobra vida lo imaginado es una ciudad iluminada por luciérnagas en celo, esas luciérnaga que cantaban U2 —A city lit by fireflies they’re advertising in the skies for people like us…—, y que vuelan en una ciudad que hace el amor bajo la lluvia.

Una ciudad dentro de un orgasmo dentro de unos ojos.
(…) Los soportales llenos de trenes huyendo de las tormentas
que te llevan a través de cerraduras y túneles y edades.

Hay libros escritos apoyándose en el viejo oficio del mester de clerecía, que respetan la tradición y no tuercen los renglones. Son buenos libros muchas veces, aunque quizás nunca los mejores. Y hay libros escritos bajo envidiables iluminaciones, las  que alumbran a los artistas inspirados, a los amanuenses inconscientes a quienes un dios propicio les regala, de vez en cuando, pequeños textos sagrados de puntuación anárquica y renglones torcidos. Sus mantras embriagan igual que la absenta vertida por la comisura de las luciérnagas que imagina Balbontín.

         Dejaste pistas de saliva falsa en el arcén curvo de la comisura de las luciérnagas.
         Una lágrima busca una pupila donde poder derramarse.
         No la encuentra. Se ahoga.
         La guardaremos cuando no tengamos nada.
         La beberemos a solas. Será nuestro vicio.

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