miércoles, enero 25, 2017

Estampas levantinas (III)

Memorable amanecer. Casi escénico. Me despertó C. al ver cómo se estaban poniendo de bonitos los cielos mientras uno seguía pegado a las sábanas. Me eché un poco de agua a la cara por lavarme el sueño restante y bajé enseguida a la playa, cámara en ristre. Y lo que empezó siendo matiz, terminó en brochazo, pues del jirón rojo anaranjado, trazado como con descuido fingido, se fue pasando, poco a poco, a la saturación casi cegadora, al magma bermellón. Uno ponía en el encuadre un tercio de mar, que estaba de un azul petroleado y tenía el vello ligeramente erizado de frío, y dos tercios de un cielo que no lo parecía, que era mera combustión y atraía la mirada con el poder hipnótico de las llamas. Trataba de acercar el objetivo al fuego como se acercan las manos en el invierno a la hoguera, pendiente sobre todo del primer plano de su misterio, más que de componer una panorámica del conjunto. Intentando así un Rothko y no un póster crepuscular de mueblería de barrio.
Aunque, en algunos instantes, ha de confesarse, me ganaba la mala conciencia figurativa y dejaba que en las imágenes se colara la sombra en contraluz del vuelo de una gaviota o la singladura lejana de un barco de pesca. Finalmente, o como principio de todo —no sabe uno muy bien cómo expresar esta aparición protagonista—, el sol. De mano, como media moneda fundida en cobre que iba a apareciendo en el horizonte igual que entre los dedos de un prestidigitador, y que dejaba, sobre el lomo del mar, esquirlas de un fuego que permanecía sorprendentemente a flote, muy al modo de esos farolillos japoneses que recuerdan a los difuntos. Sólo unos minutos después, ese sol demediado ya era un perfecto círculo cegador que trepaba cielo arriba hasta donde suele gobernar con brillantez no impostada nuestros días. Y todo lo vio este cronista con el pijama todavía debajo de los pantalones. 
Desayunamos en la terraza y enseguida emprendemos rumbo a Elche. Al pasar de nuevo en paralelo a Benidorm, había, entre la carretera por la que circulábamos y el maremágnum urbanístico del lugar, un humo como de fuego controlado, quizás una quema de rastrojos, que diluía el skyline en una especie de delirio futurista llovido de ceniza. Y se imaginó uno de pronto que a los miles de habitantes de ese babel playero se les pondría bajo ese aguacero gris un rostro oriental y tiznado, como clones del barrio chino de Blade Runner. Y es que un poco de humo, aunque no sea humo de cáñamo, puede despertar la fantasía si hay predisposición para ello. En el siglo XIX recorrieron España algunos personajes singulares —escritores, pintores o adinerados ilustrados cansados de su vida anodina—. Venían de Francia, Inglaterra, Alemania o incluso Estados Unidos. Recalaban aquí atraídos por las descripciones que se hacían del país como un enclave exótico, con paisajes y habitantes más propios de Oriente, que vivía anclado en un modo de vida casi medieval. Así fue como se forjó el mito de la España romántica, un lugar en el que era posible toparse todavía con una variada galería de tipos insólitos en otros pagos, como bandoleros, toreros o gitanas. Se fueron así escribiendo muy interesantes diarios, epistolarios, guías y memorias por aquellos viajeros que recorrieron España durante la primera mitad del siglo XIX. Dos de esos viajeros, que además pasaron por Elche, fueron Wilhem von Humboldt (1767-1835) y Hans Christian Andersen (1805-1875). El primero viajó por nuestro país entre 1799 y 1800, y describió así la zona: “Ya desde Orihuela a Elche el paisaje posee todo el encanto que normalmente ha hecho célebre el reino de Valencia. Bien regado, con terrenos magníficamente cultivados, con naranjos cercados o viveros, palmeras que crecen en grupos. Maravillosos son, sobre todo y por regla general, las entradas y salidas de los pueblos y ciudades, de las que aquí hay muchas, todas ellas pegadas unas a otras. Pero todo esto palidece ante Elche. El lugar es en sí mismo pequeño y sin mayor encanto, pero, de toda España, sólo aquí existe un auténtico bosque de palmeras datileras. Se entra en la ciudad por un puente que a ambos lados tiene huertas bellísimas. Entramos en una en la que vimos una cerca de las más bellas palmeras y en el medio, naranjos, limoneros y algodón. Uno no se puede imaginar una cosa más bella. Pero todavía más maravillosa es la salida. Alrededor de los más bellos y sonrientes huertos, se yerguen las palmeras, que no se han plantado en hileras, sino que crecen completamente formando un auténtico bosque, de una altura en parte diferente, pero en todo caso bastante considerable. De su copa penden en enormes racimos los dátiles medio maduros, la más abundante vista que un fruto puede dar. Algunas palmas se habían trenzado en sus puntas y liadas con lazos con el objeto de utilizarlas en la iglesia el Domingo de Ramos como palmas secas (marchitas). La presencia de palmeras sólo se extiende a lo largo de unas cuantas leguas y apenas cubren los alrededores de Elche. Aquí uno cree estar en Siria o en Palestina. Nadie me supo explicar la proveniencia de las palmeras. En los campos y prados hay por doquier pozos en los que ocasionalmente existen unos artilugios movidos por mulos”. Por su parte, Hans Christian Andersen realizó su viaje por España en 1862. De él son estas impresiones: “Nos acercábamos a Elche, ya se distinguía su valle rebosante de frutos y su inmenso palmeral, el mayor y más hermoso de Europa, el más paradisíaco de toda España. Las gigantescas palmeras extendían sus escamosas y prolongadas ramas, sorprendentes por lo gruesas y, sin embargo, esbeltas por su altura. Todo el monte bajo estaba cubierto de granados con sus frutos del color del fuego. Aquí y allá había un limonero.  Estábamos en el país de la abundancia: no hay más que un Elche en España”. 
Con el tiempo lo que era oasis es reclamo turístico, pero a la vez un meritorio cuidado de historia y de naturaleza. Porque esos palmerales que despertaron la admiración de los viajeros románticos siguen en pie y ofreciendo paisaje, economía y enseñanza sobre cómo la mano del hombre puede convertir un erial en un huerto fértil. Bajan, eso sí, las aguas del río Vinalopó que atraviesa Elche tan exhaustas que más que río parece regato, y llama por tanto la atención de quien se acerca a los puentes que lo salvan, a las orillas que lo escoltan por la ciudad, esa profunda trinchera, alta y ancha, que sólo se explica si en algún momento de la historia hubo un cauce suficientemente caudaloso para tal marco; porque ahora, el paspartú de tan desproporcionado es casi grotesco. Así que los munícipes han recurrido a la imaginación —a la de otros, que es a lo que acostumbran convocando concursos de ideas—, y el enorme foso que un día embridó las aguas del Vinalopó se ha decorado con dos kilómetros de grafitis en lo más hondo, mientras en los márgenes se han plantado jardines y trazado sendas para el esparcimiento de los paseantes. En los grafitis hay de todo, pero todo ya desvaído, como si de vez en cuando el chorrito prostático del Vinalopó aprovechase la noche para orinarse gamberramente fuera y desleír lo pintado. Una de las grandes manchas verdes ilicitanas de palmeras es el Parque Municipal, que no sería muy distinto a cualquier otro parque urbano si no fuera porque aquí no hay casi árboles, son todo palmeras, de las que uno aprende pronto que son plantas y no tienen madera, ni anillos en el tronco, porque en realidad son, por así decirlo de una manera simple, una clase de hierba gigante que puede llegar a alcanzar hasta los cuarenta metros. Y en su tronco, que no es tronco, sino estipe, se pueden observar los agujeritos de los haces conductores de la savia, pues las palmeras no crecen en grosor crecen en altura. En El año de la muerte de Ricardo Reis escribía Saramago que una palmera no es un árbol, y que no debería quedar sin esclarecer este punto fundamental de la existencia: si por parecer árbol es árbol la palmera, si por parecer vida es vida esta sombra arborescente que proyectamos en el suelo. Y recordado lo cual, nos subimos por la empinada escalera que lleva a lo más alto del campanario de la Basílica de Santa María, que antes fue mezquita sobre la que se superpusieron un primer templo gótico y el actual templo barroco. En su interior se celebra todos los agostos el famoso Misteri d'Elx, una obra coral cantada en valenciano antiguo que recrea la dormición, asunción y coronación de la Virgen. A veces ha visto uno imágenes de este evento en los informativos y da repelús ver cómo descienden desde la cúpula de esta iglesia, tan alta como es, y ya podemos dar fe de ello, algunos niños a los que se caracteriza como ángeles muy barrocos, que anuncian la muerte a la Virgen y luego vuelven para traer su alma, y en ese trasiego corren, a uno le parece, gran peligro sus propias vidas y no poco el corazón de los padres que deben de asistir en vilo a las maniobras de los tramoyistas. Para subir a lo más alto del campanario hay que salvar ciento setenta escalones, por un caracol estrecho y oscuro que se alivia en tres estancias. Una sirve de mirador sobre el interior del templo. En otra están las campanas. La última se abre al mirador cimero. Y todas las paradas, según atestiguan las guías, fueron estancias en las que se repartía la vida del campanero y su familia hasta los años treinta del siglo pasado. Qué frío, qué umbría y qué ruido debía soportar aquella gente, colgados del alero como palomos cojos sobre el guano de los días. En la cima se ve bien toda la ciudad y la extensión tan grande que ocupan los palmerales. Lucía un día espléndido, frío no obstante. El aire estaba limpio y permitía alcanzar la costa por Santa Pola. De cerca, casi a mano, la cúpula de teja vidriada, de un azul cobalto esplendente. Nos acercamos a comer al hotel, muy céntrico y por tanto muy próximo a todo el cogollo más recomendable de la visita a la ciudad. En un comedor algo impersonal pero bien atendido, como buena temperatura y sin ruidos molestos, nos sirvieron una ensalada de rape, un arroz con secreto y brownies. Más que aceptable el conjunto. Descansamos un rato y nos lanzamos pronto a la segunda etapa ilicitana, que nos llevó a El Huerto del Cura, un palmeral privado, con jardín botánico, bien cuidado, pero que cumple sólo a medias las expectativas que genera su buena prensa. Se recorre en un pispás y debe su fama, principalmente, a un fenómeno no muy corriente que empezó a formarse a finales del XIX, cuando brotaron del tronco de una palmera macho unos cuanto hijuelos casi a los dos metros de su altura. Unos años después aquella inicial descendencia quedó reducida a siete brazos, los que hoy sigue luciendo esta rareza botánica. Cuando en 1894 visitó Elche Elizabeth de Wittelsbach, esposa del emperador Francisco José de Austria, la conocida Sissi a la que todos le ponemos cara de Romy Shneider, quedó gratamente sorprendida por la visión de ese pulpo palmeril, comentándole al propietario del huerto (el capellán Castaño) que lo visto tenía una fuerza digna de un imperio. Así que, ni cortos ni perezosos, llamaron a aquello Palmera Imperial y uno supone también que al tiempo vieron en ello un filón económico que aún hoy debe seguir dando buenos dividendos a tenor del precio que cobran por la entrada. Más instructivo y también más bonito en su humildad, algo descuidada pero auténtica, es el Museo del Palmeral, enclavado en una casa tradicional del siglo XIX, con dos cuerpos unidos por un puente pasadizo de madera cubierto, en el céntrico huerto de San Plácido. Allí puede conocerse la historia del cultivo y usos de la palmera con el apoyo de vídeos, paneles expositivos y pantallas táctiles. Y puede luego recorrerse el huerto, que está parcelado por las acequias, y tiene, en cada cuadrante y bajo las palmeras protectoras, tipos de cultivos diferentes: olivos, naranjos, limoneros o granados. Hay también un  taller anexo al museo en el que se enseña a trenzar la palma blanca. Vimos a través de las ventanas como adentro se afanaban los aprendices. Luego entramos, que nos animaron a ello a vernos espiándolos, y allí se dividían en dos grupos más de una docena de personas con la cerviz doblada y las manos atentas a las filigranas en las que se afanaban. Palmas de Ramos. Estrenábamos ropa. Luego los padrinos traerían el bollo. Debieron de ser pocos años, pero recuerdo que ponía la fecha casi tanta ilusión en los niños y niñas como el día de Reyes. Al anochecer volvió a arreciar el frío, que se hacía más húmedo a orillas del Vinalopó (o de ese fleco del Vinalopó que logra escapar de las acometidas del regadío que en el curso alto vuelven en nada su caudal). Cenamos de tapas y cervezas, y ya cuando volvíamos hacia el hotel sonó el teléfono. Era María Victoria Carpena, la profesora de dibujo de Yecla que al día siguiente sería la encargada de presentar mi novela en el pueblo de Castillo-Puche. Amabilísima y cordial persona. Con gracia, además. Estábamos deseando conocerla.

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