sábado, marzo 11, 2017

Agradecimiento

Remitir una carta. Enviar un correo electrónico. Llamar por teléfono. Transmitir un whatsapp. Dirigirse a alguien. Son todas formas de comunicación emprendidas por un emisor que, para completarse, precisan de respuesta. Sólo después de producirse ésta, quien ha gestado el mensaje inicial puede dar por satisfecha su intención: llegar a otro a través de una comunicación. La literatura es una más de esas formas de expresión. Tiene por destinataria una colectividad: los lectores, de los que el escritor ansía una señal que de noticia de recepción, de interpretación y/o de juicio. Si ante el intento de comunicarnos a través de cualquiera de los canales referidos al principio nos sentimos profundamente decepcionados cuando no se recaba ninguna contestación, cómo no ha de ser colosal la frustración de quien cimienta durante muchas jornadas de trabajo una creación literaria que no obtiene respuesta alguna. Es por eso que se agradece tanto que quien lee los libros de uno tenga el gesto de darnos noticia de su lectura.

He ido dosificando la distribución no venal de mis Vísperas de nada. Amigos, allegados, algún crítico regional, media docena de escritores… Con ese mismo goteo que emprendieron los ejemplares de la novela su viaje hacia el lector, se ha ido recibiendo, intermitentemente, la confirmación de su lectura. Ante todos los correos, mensajes y reseñas, y no es, créanme, falsa cortesía, ante todos sin excepción me he sentido profundamente agradecido. Mucho más cuando las reacciones a la historia contada y al tono en cómo se ha contado, han sido todas muy generosas. Algunas además, y debo referirme singularmente a las de María Victoria Carpena, Mar Braña y Francisco García Pérez, se han manifestado a través de trabajados y sustanciosos comentarios críticos que han enriquecido la novela con sus interpretaciones. Se ha dejado aquí enlace de esas reseñas, y se añade ahora una más, la de Anabella Rodríguez, quien desde presupuestos psicoanalíticos, los de su profesión, ha elaborado un extenso y enjundioso comentario de mi pequeña novela. Dejo a continuación el vínculo desde el que se puede acceder a él. 

VÍSPERAS DE NADA, de José Carlos Díaz, una gran nouvelle, por Anabella Rodríguez



viernes, marzo 03, 2017

Ágeles Santos Torroella

Hace unos días vimos en La 2 uno de esos documentales que llaman “Imprescindibles”. Y aunque casi nada es imprescindible, a qué engañarnos, no es menos cierto que al calificativo se le perdonaba en este caso la hipérbole, porque resultó un documental bien hermoso el que le dedicaban a la vida y obra de la pintora Ángeles Santos Torroella (se puede ver pulsando sobre el enlace incorporado a su nombre). Uno supo de ella no hace mucho, con motivo de un viaje que nos llevó a Valladolid, y en el que, a propósito del descubrimiento de sus lienzos, se dejó este apunte:

(…) Como había tiempo hasta la hora de tomar el tren y quedaba todavía mucho por ver, nos acercarnos hasta el Museo de Arte Contemporáneo, que llaman del Patio Herreriano. Nos acompañó en la visita guiada una jovencita con conocimiento de causa, agradable y entusiasta de mucho de lo expuesto allí. Las obras proceden de colecciones privadas, pertenecientes a varias empresas y se han agavillado bajo el nombre de Colección de Arte Contemporáneo. Gracias a ese fondo artístico, de origen privado, y al apoyo del Ayuntamiento de Valladolid, se inauguró el museo en 2002. La ubicación es hermosa, en torno a dos de los claustros del antiguo Monasterio de San Benito el Real. El mayor se le conoce como Patio Herreriano y se debe al arquitecto Juan de Ribero Rada, de finales del siglo XVI siguiendo los modelos herrerianos que se habían plasmado ya en la catedral de la ciudad. La restauración de este espacio, así como la conservación como sala de exposiciones de la Capilla de los Condes de Fuensaldaña, es todo un acierto. Amplitud, funcionalidad y luz. El itinerario por todo el conjunto hubimos de hacerlo un poco a la carrera, que el tiempo de nuestra estancia en la ciudad iba agotándose, pero lo que pudimos ver nos pareció, en líneas generales, interesante. Y, de entre todo, uno destacaría un cuadro hermosísimo e inquietante de Ángeles Santos Torroella (Portbou, 1911), pintora de la que, confieso, no recordaba haber oído hablar y sobre la que después de conocer su `Anita con delantal de cuadros azules´, he buscado información.


Josep Casamartina i Parassols contaba de esta artista hace unos años en El Cultural que  fue durante un tiempo, en su más tierna y atormentada juventud, la Angelita a la que cariñosamente llamaban así Ramón Gómez de la Serna —quien parece llegó a pretenderla, pese a la diferencia de edad que existía entre ambos—, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Jorge Guillén. Dos de sus cuadros de entonces, `Un Mundo´ y `Tertulia´, presiden la sala del Museo Reina Sofía dedicada a los realismos de los años veinte y treinta. A los 17 años se consagró como pintora precoz en un Valladolid donde vivía entonces con su familia. La ciudad estaba imbuida de Generación del 27, con Jorge Guillén, los hermanos Cossío o un joven Francisco Pino, que se enamoró de ella; todo parecía serle favorable. Al cabo de poco, Angelita Santos triunfó en el Madrid del Café de Pombo, la Residencia de Estudiantes y el Lyceum Club. Pero su afán por pintar y sus ansias de libertad se truncaron de golpe y su rebeldía tenaz le pasó factura en un entorno poco preparado para tales pretensiones en una mujer tan joven. Fue recluida en un sanatorio madrileño y apartada de su mundo pictórico y del contacto con los intelectuales que la alentaban. Ángeles Santos, en pleno éxito y auge creativo, dejó entonces de pintar y no volvería a hacerlo hasta años después. Fue cuando conoció, en Barcelona, a un joven artista, culto y apuesto, amigo como ella de García Lorca, llamado Emili Grau Sala. Él pintaba la luz, el bienestar burgués y la vida placentera; ella había pintado la oscuridad onírica. Pero se enamoraron. 

Y Angelita volvió a pintar, esta vez mirando más al mundo pictórico que inspiraba a su prometido. La boda se celebró en 1936, pero la Guerra Civil rompió cualquier esperanza de futuro. Grau Sala, republicano, se exilió en París, donde se granjeó fama como ilustrador, y Ángeles se quedó junto a sus padres, dando a luz a su único hijo sin la compañía de su marido. Al que no volvió a unirse hasta entrados los años sesenta, en el momento en que ella volvía a renacer como una artista conectada al surrealismo y la vanguardia a partir de su obra primeriza. Y convivieron dos Ángeles Santos, la de los paisajes risueños modernos con la de las almas atormentadas del pasado. Justo gracias a esas obras de antaño conquistó el mundo contemporáneo; entró por la puerta grande en el Reina Sofía; el Museo Patio Herreriano le dedicó una retrospectiva en Valladolid; se le otorgó la Medalla Nacional de Bellas Artes y obtuvo la Creu de Sant Jordi en 2005. Siempre necesitó ser redescubierta porque a menudo era olvidada. En 2013, muere en Madrid, en casa de su hijo, el también pintor Julián Grau Santos, a la edad de 101 años. 

Ángeles Santos en el jardín de la casa de su hijo