martes, abril 18, 2017

Cabiria en Chamartín

Cuando uno viaja en tren desde Asturias a la meseta atraviesa tantos túneles, transita por tanta oquedad ciega, que podría salir al otro lado del Pajares con el rostro tiznado de carbón como un minero al alcanzar la superficie después de una jornada de trabajo.
El sol comienza a entrar franco a través de las cristaleras de los vagones. Los pasajeros salen de su sopor. Después del puerto, recuperada la cobertura, los móviles, como pájaros domésticos, trinan reclamando de sus amos una atención que consiguen pronto.
A mis espaldas, un hombre al que no logro ver bien ni siquiera recurriendo a su reflejo en la ventanilla, mantiene una conversación telefónica con una mujer. Su tono es empalagosamente alegre. Su voz parece la de alguien a medio camino entre la juventud y la madurez. Su volumen no es el de quien pretendiera que el resto del vagón se mantenga al corriente de cuanto dice, pero tampoco el de la elemental discreción que uno piensa necesitaría lo que le oye. Algo así como que ella ya se ha duchado y lo recibirá en la estación, y que puesto que irá maquillada y sus labios lucirán un carmín fresco, él le pide que no se olvide de llevar toallitas húmedas para que, tras su encuentro en los andenes, puedan borrarse los trazos gruesos del cariño. Y hasta que llegue ese momento, le sugiere ir mensajeándose cosas calentitas por el teléfono. Ha colgado. A cada rato se oye cómo le entran recados (¿calientes?) en su móvil a este pasajero al que aún no le he podido ver el rostro y que viaja justo detrás de mí.
            Finalmente lo he visto. Se levantó hace un momento para ir al baño. Cómo me engañó su voz. Tiene bastante más edad de la que uno le imaginaba. No es demasiado alto. Luce una buena mata de pelo blanco, muy liso y cuidado. Gafas metálicas ligeras. Tez suave. Viste informalmente. Se mueve con parsimonia. En conjunto, a uno se le antoja que el tipo tiene aire de cura secularizado.
            Vuelve a llamarla. Le cuenta que el tren acaba de parar en Valladolid; y, bajando mucho el tono de voz, pero no lo suficiente, que se le ha sentado al lado una pasajera joven y gordita. No tiene incluso reparos en describirla como “un buen colchón”. Ruego al cielo que esa mujer que se ha subido al vagón hace sólo unos minutos lleve puestos auriculares. La conversación sigue luego por derroteros más lúbricos, pues le oigo preguntar a su interlocutora si ha recibido un gif que le ha mandado un momento antes. Le aclara que la cosa va de un negro. Y que a él, como al negro del gif, se le está poniendo dura pensando en verla ya enseguida en Chamartín. Y uno vuelve a desear que la muchacha que acaba de sentarse al lado de ese hombre lleve, por Dios, auriculares, y, a poder ser, a un volumen suficiente como para que la aíslen de ese ruido sin filtro que tiene tan cerca.
            Al llegar a Madrid lo veo avanzar entre los pasajeros que arrastran sus maletas desde el andén a la escalera mecánica. Giro la cabeza y va tan sólo un par de metros por detrás. En la estación procuro no perderle la pista. Me intriga saber cómo será ella. Al fin se encuentran. Y es menuda. Con cierto parecido a Giulietta Masina. Una Cabiria envejecida y demasiado maquillada. 

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