jueves, junio 01, 2017

Cuando la noche te alcanza, de Juan Manuel Hernández

Allá por 2006 puso uno en la red una bitácora que llamó Los Diarios de Rayuela. Según la definición de Martín López-Vega: “el diario tiene una ventaja sobre cualquier otro formato que podamos elegir para la escritura, y es que en él son utilizables todos los demás.”  Ese era el espíritu que inspiraba aquella aventura —que la inspira aún hoy, eso sí con menos constancia— y el que a buen seguro inspiraba a otros muchos blogueros que por entonces iniciaron una andadura parecida.  Entre ellos estaba —está, pues su página sigue más o menos viva—, Juanma Hernández, que urdió lo que llamó El hilo invisible con fotografías, viajes, comentarios sociales y literarios, berrinches varios, reseñas y una especie de reflexiones, de inspiración casi aforística, que llamó “nocturnos”. La lenta pero prolongada cosecha de aquellos nocturnos está hoy compilada en el libro que presentamos, Cuando la noche te alcanza.

Aquellas bitácoras, la de Juanma, la mía, la de otros muchos que hicieron del medio un canal de expresión y comunicación, fueron fértiles durante un largo tiempo y al crecer en paralelo y favorecer entre ellas la existencia de vasos comunicantes, propiciaron incluso la amistad entre sus autores. Recuerda uno, por ejemplo, con especial cariño a Ismael Rozalén, Ernesto Baltar, a Enka Salatti, a Manuel Jabois, al Señor de Portorosa, a Daniel Pelegrín, a Isabel Parreño o a Miguel Sanfeliu. Algunos comenzaban brillantes carreras literarias o periodísticas en esa época. A Juanma lo conocí personalmente en septiembre de 2007. Y así, según se transcribe, conté nuestro primer encuentro en Los Diarios de Rayuela: Una bitácora. Un comentario. Respuesta afable. Se hace costumbre el sitio. Se vuelve a él como el asesino al lugar del crimen. Tenemos huellas por todas partes. Atrevimiento. Hay una dirección de correo en el perfil. Se manda un mensaje subterráneo. Atraviesa el trayecto oculto a la vista de los demás. Llega sin mácula al otro lado. Complicidad. Ciudades distantes. Y de repente un viaje que nos acerca. Y lo que era sólo el perfil impreciso de alguien de quien sólo conocemos sus palabras —no la voz, no su tacto, no su risa—, se convierte en una presencia hacia la que avanzamos desconfiantes. Siempre asusta lo desconocido. Puerta del hotel. Hora de la cita. Llego con antelación. Rodeo la manzana. La muerdo con pasos indecisos. Dan las en punto. Lo reconozco. Avanzo con la mano tendida y la sonrisa franca. Todo resulta fácil. El paseo. La conversación. La confidencia. Se hace de noche en el muelle. Subimos al cerro. Abarcamos todo un paisaje oceánico en bonanza. Toda una ciudad de luces recién encendidas. Cenamos. Sidra y pescado. Muy lento. Entre bocado y bocado da tiempo para echarle argamasa a la amistad. Y hasta de balompié se habla. Él recuerda a Cardeñosa, aquel tipo enjuto y desgarbado del que no parecía nunca del todo creíble que pudiera jugar con tamaña elegancia. Y recuerdo yo, por mi parte, a otro jugador donairoso que formó en el mejor Sporting, Tati Valdés. Y un partido televisado de un sábado de los años setenta. El campo embarrado. Las gradas casi llenas. Encuentro trabado. Enfrente, la Real Sociedad. Y un tipo ancho, con el centro de gravedad bajo, de escaso recorrido y un tiralíneas preciso en el borceguí desatascando en el medio del campo aquel juego espeso. Hasta que alguien le entra con tan mala fortuna que a Valdés se le va al suelo el peluquín. Risas. Y las cámaras de la televisión retransmitiéndolo todo. Recupera el pelo como quien coge del suelo un tapín embarrado de hierba. Lo lleva a su sitio. Pero siempre lo peor está por venir. Al cabo de no más de cinco minutos, se vuelve al suelo aquella mata despeinada de cabello ajeno. Tati pide el cambio. El Molinón guarda un silencio respetuoso. No cabe duda, nos gustaban los peloteros. De vuleta al hotel la ciudad está casi callada, las calles solas. Es día laborable. Y un par de tipos que acaban, como quien dice, de conocerse rebañan la noche del mejor modo posible, paseando y conversando.

Desde entonces nos hemos visto en un puñado de ocasiones. Siempre con motivo de visitas de Juanma a esta ciudad, a la que sé que quiere bien. Hace un tiempo me habló de la posibilidad de que sus “nocturnos” viesen la luz en forma de libro. Cuando se propuso la empresa, ya había tenido mi amigo Juanma, en compañía de Isabel Parreño, un éxito editorial importante con Miquiño mío, una recopilación de las cartas entre doña Emilia Pardo Bazán (siempre le ponemos el doña a la gallega, será por la contundencia de las imágenes que de ella se conservan) y Benito Pérez Galdós, publicado por Turner.

Dar a imprenta los nocturnos constituía, sin embargo,  un reto mucho más personal. Era la puesta de largo de las cavilaciones más íntimas. Tuve la fortuna de leer el libro hace ya más de año, cuando sólo era un manuscrito y cuando su título aún se mantenía fiel a la denominación que a esos escritos breves y enjundiosos le había dado Juanma en su blog: Nocturnos. Y si bien conocía parte de ese caudal reflexivo, el embalsamiento que el formato libro le daba al conjunto, volvía más sólido, más importante también por la tenacidad del esfuerzo, todo aquel engarce de escritos. Le comenté al autor las gratas impresiones generadas por  la lectura de sus Nocturnos. Le animé a que porfiase en la búsqueda de una editorial que sacase adelante el libro. Afortunadamente ha sido posible y Cuando la noche te alcanza se publica por la editorial alicantina Ediciones Tolstoievski.

Cuenta Gabriel Liceanu en E. M. Cioran. Itinerarios de una vida (Ediciones del Subsuelo) que ya en su último internamiento, cuando apenas podía andar, Cioran desapareció un día de su habitación del hospital. Las enfermeras le buscaron por todas partes hasta encontrarlo dentro del armario de su cuarto. Por explicación dijo que “estaba extenuado por haber estado paseándose horas enteras, en plena noche y en una ciudad desconocida”.

No es poca la influencia que del autor rumano se adivina en este libro de Juan Manuel Hernández. Por eso he querido hilar esa anécdota del Cioran, ya enajenado por la enfermedad, pero que sigue buscándose en la oscuridad de la noche, con este libro, Cuando la noche te alcanza, que tiene también por ámbito temporal, incluso espacial (la noche es un tiempo y debido a su particular manera de borrar perfiles, quizás también un espacio) ese territorio que pone fin a “la frivolidad del día” y nos permite “saciar nuestra sed de dudas”.

Esa influencia, la de un autor como Cioran marcado por una amargura sólo atenuada por la ironía, hace que el libro de Juanma Hernández no sea una lectura recomendada a espíritus débiles. Apenas deja esperanzas. A lo sumo, algún rastro de asideros. Uno sobre cualquier otro. Uno en el que podemos ampararnos. La música. Decía Cioran que “el papel de la música es consolarnos por haber roto con la naturaleza, y el grado de nuestra inclinación hacia ella indica la distancia a que estamos de lo originario.”. Pues muy cerca debe de estar de la raíz, de lo auténtico, de lo originario, el autor de Cuando la noche te alcanza, porque en pocos libros se transmite un amor tan intenso hacia la música. La música misma estructura las partes del libro, abriendo cada capítulo con una tesela de ese mosaico sonoro donde reposan los únicos dioses a los que les tiene fe Juanma Hernandez, los buenos músicos: Heinrich Schütz, Stevie Ray Vaughan, Lester Young, Genesis, Elis Regina y Tom Jobim, Johann Sebastian Bach, Robert Fripp y Peter Gabriel, Wayne Shorter, Pink Floyd, Georg Philipp Telemann, Mariza, John Williams, Paul McCartney, Gabriel Fauré, Herbie Mann, Paco de Lucía, Trevor Jones, Concha Piquer, The Manhattan Transfer, Al Stewart, Astor Piazzolla, Blind Faith, Return to Forever, Lizz Wright, Frank Zappa, Maurice Ravel,  Billie Holiday o Led Zeppelin.

Y al pie de esas referencias capitales, los textos que las honran.

La vida es, casi sin excepción, un enorme y sofisticado estorbo para la música.

La música se cuela en nuestro interior por resquicios inconcebibles, construyendo a su paso una emocionante red de nuevos senderos neuronales. Por ellos transitamos luego, persuadidos de que la belleza es una razón suficiente para vivir.

La música alcanza regiones de nuestras entrañas que nunca rozarán las palabras, ni siquiera el mejor de los poemas.

Todos somos pura música, no me cabe duda. Música transfigurada, furtiva, música ensortijada y tejida en imitación de la carne. Con la música rememoramos nuestro origen, y es la música la que saca de nosotros el fruto más sincero de nuestra existencia, el más real: el instante, ese diminuto diamante de múltiples caras, esa luz tierna e innecesaria, fugaz y a la vez eterna, esa aproximación conmovedora a la Nada original.
Y cuando nos vamos muriendo, cuando nuestros huesos cansa-dos anhelan el final, somos lo que somos según la música que hayamos sabido conservar. Nuestros recuerdos más tenaces huelen a música, y en ellos se oye un tango, la gravedad indefensa de un violonchelo, un rasgueo de guitarra y una voz rota, una copla conmovedora de amores malogrados… Luego llega la muerte y nos disolvemos en el aire. A la partitura que somos se le vuelan las notas y los hilos del pentagrama, y como pavesas de incendios honrosos, como vilanos, como semillas, caen y germinan en los desamparados oídos de los que nos lloran.

Por su sustancia enigmática, la música hace alusiones a la delicia de existir, pero también al disgusto de la muerte. Concibe dioses conmovedores, fantasea rebeldías arrogantes que luego nuestros suspiros se encargarán de desmentir.
La música invoca lágrimas, lágrimas que luego se exponen en el museo de nuestras noches de dolor. Inesperada, siempre concede un respiro a nuestros huesos. Acunado por su encanto, y junto a los sonidos de la aventura, nunca cesa de reverberar en mis oídos la aventura de los sonidos.

Cuando me siento perdido, cuando no encuentro remedio, miro bajo mis pies y compruebo que la balsa donde floto no está fabricada de madera, sino de música.

Esa música, el silencio, el recuerdo de quienes le dieron la vida y la compañía de sus hijos son el cauterio con que el autor intenta cicatrizar las erosiones que en su piel va grabando el ruido de la ciudad, la vanidad de sus semejantes, los afanes estériles, las fes castradoras, la injusticia humillante, la palabrería política, la amenaza de los cuarteles o  el sufrimiento de los débiles.

Un cauterio que aplica en la soledad de la noche. Reflexionando y escribiendo. Porque como descubre Juanma Hernández: “La noche acude a saciar nuestra sed de dudas con su vaso de agua fresca. Es el azogue donde, sin previo aviso, nos encontramos con nosotros mismos… Únicamente en la noche nos asalta la lucidez extrema que desvela los misterios de la vida. Por eso entro en ella sediento de amor, como un viajero extraviado que halla un oasis después de cruzar el desierto.” 

Ese desierto no es tanto aridez como vacío. Cruzar el desierto puede ser, por ello también, cruzar esa ciudad que el autor describe “entretenida mascarada, colosal y torcida, protagonizada por un río de muertos que se atarean en nadas cada vez más superficiales, en la pose de vivir, en la mentira prefabricada del día. Una encrucijada de engreimientos. Una desmesura construida sobre un cenagal de ficciones, donde sus habitantes se han hundido definitivamente en el lodo, convencidos de la naturalidad de sus propios artificios”.

Cuando la noche te alcanza libra su particular batalla contra ese artificio, contra ese optimismo colectivo y falso. “Escribir —dice su autor— es en muchas ocasiones el pasaje, el atajo que me devuelve a la realidad, una máscara de oxígeno que impide que el contraste entre la euforia de los demás y este vicio de la duda me ahogue. El optimismo impregna el aire que respiramos, y escribir me sirve justo para no asfixiarme. Uso la escritura como una máscara que suaviza el contraste entre el aire y mis pulmones, entre la realidad y mi persistente inocencia.”

Aunque a Juanma Hernández seguramente no le plazca la analogía (es tan poco partidario de lo religioso, que incluso afirma que “el hombre es el único animal capaz de extraer una maldita religión de cualquier banal incidencia”), podríamos resumir lo que hasta aquí se ha comentado del libro recordando que se han identificado en él la divinidad (con forma y sonido de música), a los demonios (la ciudad, con su prisa y gregarismo, la vanidad y la palabrería, la injusticia, el estéril sufrimiento), dónde se hallan los consuelos (los hijos, la escritura, el silencio, la memoria de los ausentes) y cuál es la gran aliada en este bregar diario (la noche). Podríamos resumir, incluso, lo que es Cuando la noche te alcanza cediéndole la voz a Joan M. Martín, preciso prologuista del libro, quien afirma que se trata de “la obra de un solitario que busca refugio en la intimidad de su pensamiento”; o al propio Juanma, que dice de cuanto aquí ha recopilado que se trata de “pensamientos, reflexiones, descripciones de pequeños sucesos, quejas, sentencias, piezas entre el aforismo y el poema, entre la filosofía cotidiana y el grito”.

Uno añadiría, para finalizar, que pese al tono desencantado de la obra, entre sus mismas páginas se alienta, casi clandestinamente, un atisbo de ironía, casi de humor, que por unos instantes achica por la borda de una humilde reflexión todo el mar de lágrimas contenido en estos nocturnos:
  
Mientras me ducho caigo en cuántas reencarnaciones debería sufrir para que todas mis lágrimas reunidas pudieran competir en caudal con una sola ducha. ¡Es sorprendente cuánto sobrevaloro mis tristezas!”