lunes, septiembre 18, 2017

El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz)


El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz), de Juan Ignacio González (Bajamar, 2017)

Quizás esta poesía no alcance la bendición de quienes, con celo preceptivo, señalan qué tipo de versos deben escribirse en este tiempo (desde hace ya bastantes años, el plácet sólo lo disfrutan las greys pastoreadas, de un lado, por los adalides de la figuración de la experiencia o, del otro, de la abstracción instrospectiva). Es cierto, no obstante, que se ha abierto una tercera vía a la que Ángel Prieto L. de Paula llama de la rehumanización, basada en una poesía del desconsuelo que considera el arte como el espacio de la resistencia, pero aunque la intención pudiera serle afín, las formas de esta tendencia tampoco son las de El cuaderno de la guerra, de Juan Ignacio González. ¿Dónde situar entonces este poemario? Pues sencillamente en la particular y firme trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso similar: su corazón bombea con energía épica un canto que, sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución) y evoca el destierro de la infancia y sus dioses tutelares (los padres esforzados).

Fijadas las coordenadas, conviene detallar lo que desde esa ubicación se levanta. ¿Cómo se aborda el proyecto? ¿Desde qué presupuestos? ¿Con qué herramientas? ¿A quién alcanza? Son éstas las elementales preguntas que cualquier reseña literaria se debe plantear; las preguntas a las que se debe intentar dar respuesta.

El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de urgencias. Está escrito desde la trinchera, que es un lugar donde más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se alinea con los peones y anima al lector, a través un  modo imperativo que configura un destinatario colectivo al que se interpela, a defender la causa de los débiles en la alegoría que desarrollan los versos, que equiparan vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos.

El poemario se despliega así, tras la magnífica portada conceptual ideada por el equipo de Lloviendoletras, como una especie de bitácora donde se exprime la amargura del conflicto y las alianzas que en él se entablan. Lo dice bien la cita inicial de Saniya Saleh, considerada una de las mayores poetas sirias: “¿Qué haces aquí en la guerra” (…) Unirme más y más a quienes amo.” Aunque Saniya no vivió para ver el desmembramiento actual de su patria, su condición de mujer, su procedencia y, sobre todo, esos versos citados, la convierten en una inmejorable elección como arranque de un libro cuyo primer poema expone al lector la intención de abordar un descarnado inventario: “el número de víctimas, el coste de encalar los paredones de los fusilamientos, el mármol de las losas, (…) las lágrimas de las madres, los rostros de los huérfanos, (…) los pasos del suicida, y (…) nuestra derrotas (…) cada vez que el poder nos declara la guerra”.  Así se hace a lo largo de los treinta poemas que constituyen ese cuaderno bélico al que, como contrapunto, se le oponen algunas notas sobre la paz (veintiún poemas), donde, aunque el tono sigue instalado en el desaliento, se atisban ciertas señales de esperanza, entre las que destacaría, sobre todo, la redención cierta que narra el poema Versos sobre el origen de toda la esperanza, la historia de Kaba Mamadi Kante, uno de esos peones al que la vida convirtió en polizón de un carguero, que llegó a la tierra prometida y en ella encontró, gracias a la protección solidaria, un futuro.  

La intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello componer himnos sociales. “Poesía es poesía. Protesta es protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.

Las herramientas que para ello se emplean tienen mucho que ver con la poesía apelativa. El empleo recurrente del imperativo, en singular o plural, pero casi siempre dirigido hacia un lector colectivo, convierte la experiencia íntima del dolor, de la añoranza, también a veces, aunque escasas, del amor, no en un motivo de introspección, sino de oración laica, de himno arrebatado, de parábola sobre la que construir la complicidad y el compromiso colectivo. Este tipo de poemas requiere un verso largo, un ritmo subyugante que ayude a contagiar su vibración épica, una adjetivación profusa (a veces redundante, pero por ello quizás hasta más efectiva) y una impostación, en ocasiones, casi de púlpito. El poeta no baja casi nunca la guardia, permanece durante casi todo el libro con la frente alta, el tono arrebatado y voz emocionada. El ejemplo quizás más conseguido de este tono es Fiat Lux, un largo poema que aspira a convertirse en recitación colectiva, en canción, en rezo laico. Se relacionan en él diversos y trágicos oprobios sufridos por los débiles a lo largo, fundamentalmente, del siglo XX: Darfur, Saigón, Sarajevo, Gaza, Ciudad Juárez son algunos de sus escenarios. En medio de tanto desastre, sólo a la mano del propio hombre debido, un grito: ¡Hágase la luz!

Ese es el ámbito global, el del mundo que se da por territorio urgido de redención, de poesía, el ámbito también de la memoria a reparar, la de los niños de la guerra o la de la presas de Saturrarán, la de los esclavos de Alabama o los muertos sin nombre de Hart Island, pero cuando Juan Ignacio González circunscribe su perspectiva a lo más íntimo deja también una puerta abierta, aun entonces, a que ese sentimiento personal pueda convertirse, de algún modo, en una suerte de comunión colectiva. Así lo veo al leer Creencias, un poema breve que dice: Tocar la piel de un niño / en el primer minuto de su vida / o acompañar a un padre / asido de su mano, / en el último instante de la suya. / Lo más cerca de Dios que habrás estado. La experiencia personal da paso a una advertencia dirigida al lector. Esta poesía precisa, en todo momento, del otro, al que se apela casi desesperadamente, del que se solicita comprensión y empatía. 

Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.

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